martes, 9 de febrero de 2021

Grandes éxitos

 

Pienso en ti, perdida entre cien mil cuerpos desnudos y sudorosos, y me quita el sueño, la vida. No es que sepa a ciencia cierta qué significa eso, pero cuando muera lo averiguaré. Espero. Mientras, tomo algo para calmar los nervios y ver ositos de peluche que refulgen en la oscuridad de mi intelecto. La mezcla de alcohol y pastillas es, con diferencia, el mejor invento de todos. Me siento como un lagarto en formol al que le cuesta sangrar. A lo mejor es que estoy disecado por dentro, relleno de serrín de bar. Tampoco me ha cambiado tanto esta soledad basada en grillos y pompas de jabón. Sigo haciendo las mismas cosas, hablando sin comunicarme con las mismas personas que no existen. Mueven sus bocas ante mí con fiera indiferencia. En algún momento pasado significaron algo en mi vida. Por eso, por los recuerdos, les sigo apreciando. Pero no me iría con ninguno al parque a matar patos. Ya no. Se lo dejo a las ratas. Prefiero que el mundo se aniquile solo. Son pensamientos que emergen en mi cabeza sin pretensión alguna mientras espero en la cola del ultramarinos. Me fijo en una lata de tomate frito oxidada en su parte superior y divago sobre el paso del tiempo y la corrosión, algo muy típico cuando se está haciendo la compra. Bueno, seis latas de cerveza y una bolsa de patatas fritas no es en realidad hacer la compra. Es comprar algo. Es hacer algo por no dejar mi cadáver postrado a los insectos. Prefiero comerme poco a poco antes que pudrirme en el suelo de mi habitación. El hombre que está detrás de mí huele a culo sudado. Me resulta incomprensible que no sea consciente de su propio hedor. Me doy la vuelta para decirle algo y veo que carece de cabeza. Entonces lo comprendo todo. Me trago mis propias palabras para cagarlas más tarde en la intimidad. He opinado y juzgado antes de tiempo. Debería disculparme, pero ¿por qué? Siempre he tenido la horrible sensación de tener que pedir perdón por todo, por hablar, por escribir, por ser… Como si fuese un error hecho carne y huesos. Observo las miradas furiosas que me estudian, que juzgan y reprueban  cada pequeño gesto que hago, sólo por el placer de atacar a alguien. Por eso me aíslo. Por eso no quiero vivir. Cuando me toca pagar, la cajera clava sus ojos inquisitorios en mi rostro enrojecido. Lo sé porque noto toda la sangre de mi cuerpo almacenarse y bullir en mi cabeza, como si ésta fuese una olla a presión. Echo de menos las judías que hacía mi madre. La cajera pasa las cervezas y la bolsa de patatas fritas. “Es mi cena”, informo sin saber muy bien por qué. La mujer me devuelve la mirada con ojos negros y profundos. Detrás de ellos está la muerte. Por eso me siento atraído hacia ella. “¿Quiere bolsa?” Es lo único que sabe decir. ¿De qué país será, de qué universo paralelo? Me pregunto si existirá en realidad, si todo esto no es más que una ensoñación que estoy teniendo en el suelo de la cocina. “¿Quiere bolsa?”, insiste. ¿Qué es una bolsa y para qué la necesito? Niego con la cabeza. “Son seis con cuarenta”, dice. ¿He dicho algo? ¿He hablado? La mujer se comporta como un robot hastiado de la vida moderna. ¡Ah, los viejos tiempos! Los viejos y añorados tiempos. Esbozo una estúpida sonrisa que proyecto al cielo del local. ¿Alguien me escucha? “Son seis con cuarenta”, insiste. “Tienes unos ojos muy bonitos”, digo sin poder controlar mi sucia boca. Esta vez he oído mi voz, esta vez sé que estoy hablando. “Son negros y profundos, profundos y negros. Puedo ver gusanos arrastrándose en su oscura oscuridad. Puedo percibir la tristeza que almacenan. Puedo sentir tu congoja”, digo mientras saco un billete de diez. La mujer no hace caso de mis palabras. Me devuelve el cambio con expresión aburrida mientras comienza a pasar las cosas del hombre sin cabeza. Agarro las latas de cerveza y la bolsa de patatas fritas y salgo del local con la sensación de haber muerto un poco más. En el exterior, la lluvia me recibe con desprecio. Respiro con profundidad en un suspiro cargado de enfermedad, y vuelvo a casa para pensar en mi propio suicidio.

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