El desayuno se sirve como si fuera domingo por la mañana:
caliente, recién hecho, sin posos. Es así como me gusta despertar, si consigo
despegarme de la modorra que me invade. La vecina de arriba grita que algo le
sale del coño. Algo extraño y repulsivo. Yo sigo concentrado en mis papeles y
la música clásica que adormece mis oídos desde temprano. No es momento para
lamentaciones. Es demasiado pronto. La cabeza no está despierta, no sabe, no
reacciona. Si con ello volviese al infierno… Es increíble que ya nadie me
escriba cartas, Soy muy buen lector, aunque he de reconocer que muy pésimo a la
hora de contestar. La última carta que recibí data del año mil novecientos
noventa y dos. Sí que ha llovido, sí. Mucho tiempo. ¿Qué hacía yo por aquel
entonces? Seguramente lo mismo que ahora: nada. Y no es que no quiera, es que
no me dejan. Como dice el amigo de un amigo al que nunca llegué a conocer, “así
es la vida”. Y tiene toda la razón, no puedo negarlo. Pero sí, echo de menos
recibir cartas. Abrir el buzón y encontrarte con una sorpresa en forma de
misiva. Como si fuera navidad. Lo de menos era el contenido, lo que decía. Aunque
recibí alguna carta triste y muchas que me hicieron llorar. Aún duele. ¡Oh, qué
engaño! ¡Qué engañado me hallé! ¿Y por qué tengo que lamentarme? Es demasiado
pronto para lamentaciones. O demasiado tarde, según sea la unidad temporal
aplicada. Porque no todos los problemas vienen de ahora, si es que me explico
bien. Lo dudo. Sigo con mis papeles y mis lamentaciones, aunque debería
abandonar ambos al instante. Sí, coger la maleta, llenarla de comida y escapar
al campo, donde nadie me conoce. Aunque el campo, como figura y ambiente, como
entorno, siempre me ha producido unas extrañas diarreas. Extrañas e
incontrolables. Por eso permanezco metido en casa. Enclaustrado. Supongo que
tendré el colón irritado e irritable. ¿Qué diferencia hay? El desayuno se ha
enfriado, pero no me importa porque nunca desayuno. Prefiero fumar. Nada sólido
consigue entrar en mi cuerpo a estas horas de la mañana. Salir es otra cosa. ¿Por
dónde estaba? ¡Ah, sí, mil novecientos noventa y dos! O eso creo. Debería
revisar la fecha de todas las cartas que guardo donde sea. La vecina vuelve a
gritar que le sale algo del coño y no tengo tanta imaginación como para elucubrar
sobre dicha cuestión. La ayudaría, pero es demasiado pronto para complicarme la
vida. Ese año… Era ese año. ¿Fue o sigue siendo ese año? Ese año… ¿Qué pasó ese
año? Nada, como en el presente. Aunque podría contar un par de anécdotas
curiosas e incluso graciosas que no creo que sean muy divertidas. Por eso me
callo y continúo pensando, porque pensar es lo que me hace salir de esta
pesadilla. Mil novecientos noventa y dos… Yo era joven por aquel entonces. Y
tenía sueños. Ahora solo tengo sueño. Era joven y creí que me comería el mundo.
Lo cierto es que ha sido al revés. La última carta que recibí. La última que en
realidad leí. Y me hizo daño, mucho daño. Todavía duele. Sí, todavía duele,
porque recordar aquello es como rebozarse en el barrizal de la pena. Aquellas
palabras, aquellas letras… Todo escrito a mano, como se hacía entonces, con un
tono personal y cercano que resultaba acogedor. Y leí esa carta como si fuese
lo único que había escrito alguien en todo este tiempo. Me la aprendí de
memoria. Podría recitarla en estos instantes. Podría, pero no me acuerdo. Hizo
mucho daño aquella carta. No sé por qué me he acordado de ella ahora. De la
carta, de aquellas palabras que hicieron que toda mi vida cambiase por completo.
¿Dónde estaría yo ahora? ¿A quién le importa? Es mejor seguir con los papeles y
dejar atrás las lamentaciones. Es demasiado pronto para ello.
lunes, 29 de junio de 2020
lunes, 22 de junio de 2020
En el trabajo
En el trabajo todo va bien, todo está bien. Ellos ordenan,
yo obedezco. Ninguna objeción al respecto. Es lo que ha tocado y así tiene que
ser. Todo está bien.
Es difícil que no me equivoque en algo alguna vez. Tal vez
es por la falta de sueño o por el influjo de los antidepresivos. Las cosas se
me olvidan. Incluso los nombres. Hoy no me he acordado de cómo se llamaba mi
compañero. He notado que se ha sentido confuso, e incluso algo molesto porque
he dudado si llamarle Pedro o Paco. Al final no he pronunciado ningún nombre.
Sólo quería que me acercara una carpeta que he podido coger con sólo
levantarme. Es uno de los peligros de la vida moderna: la falta de iniciativa.
Aunque creo que eso es más un problema mío que de los demás.
La de la limpieza me ha contado que ha visto cuatro
cucarachas en el servicio de hombres. No he ido a mear en toda la jornada,
aunque es probable que ya no estuvieran ahí. No me he querido arriesgar. No me
fío de la mujer de la limpieza.
A mi compañero se le ha caído un diente cuando hablaba por
teléfono. Los dos nos hemos quedado mirando esa pieza amarillenta con restos de
sangre y le he preguntado si pensaba enterrarla como parte de su cuerpo. Me ha
vuelto a mirar extrañado. Creo que le ha molestado más mi pregunta que el hecho
de perder una pieza dental.
A las doce he salido a comer el bocadillo, pero yo no como
ningún bocadillo. Me limito a chuparme los dientes mientras observo a la gente
pasar. Me pregunto qué será de ellos, cómo serán de tristes sus vidas. Al final
siempre llego a la misma conclusión: el único triste soy yo.
A las doce y veinte vuelvo a mi puesto de trabajo, a realizar
la misma rutina que llevo haciendo desde hace años. Demasiados. Me despisto con
frecuencia. Comienzo a soñar que tengo enfermedades infecciosas y nadie quiere
estar a mi lado. Me he vuelto antisocial. ¿O nací así? Solo quiero volver a
casa cuanto antes y meterme en la cama.
Antes de irme me han regañado por un par de cosas que he
hecho mal. Cuando pasa eso, algo bastante habitual, me siento como un niño de
cinco años al que se le reprende por su conducta. Me vuelvo pequeño, sin saber
qué decir o responder. Sólo afirmo con la cabeza y pido perdón. “Intentaré no
volver a hacerlo”, consigo decir en un balbuceo asqueroso. Yo mismo me doy
asco. Mi jefe me mira con condescendencia y se va sin soltar palabra. Todo lo
que tenga que decir de mí lo dirá al resto de mis compañeros con peores
expresiones. A veces me imagino tirando su cadáver por una ventana. No me hace
sentir mejor, pues solo es una fantasía.
Al terminar mi jornada, dos palabras salen de mis oídos. “Hasta
mañana”. Las veo flotar en el aire, frente a mí, en una tipografía extraña pero
legible. Me pregunto si en realidad lo he dicho o no. Ante la duda, decido no volver a hacerlo. Todos me miran extrañados. Noto sus miradas clavándose
en mi espalda. Los músculos no reaccionan.
Cuando llego a casa, sigo teniendo ese temblor insoportable
en las extremidades. Me siento un rato en una silla hasta que me quedo dormido.
Sueño que me cortan en pedazos con una sierra mecánica. Despierto a la media
hora y ya no puedo volver a dormir. Lo siguiente que veo es la puerta abrirse y
encaminarme de nuevo al trabajo. Y así, todos los días de mi vida.
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