lunes, 29 de junio de 2020

Soy un volcán dormido





El desayuno se sirve como si fuera domingo por la mañana: caliente, recién hecho, sin posos. Es así como me gusta despertar, si consigo despegarme de la modorra que me invade. La vecina de arriba grita que algo le sale del coño. Algo extraño y repulsivo. Yo sigo concentrado en mis papeles y la música clásica que adormece mis oídos desde temprano. No es momento para lamentaciones. Es demasiado pronto. La cabeza no está despierta, no sabe, no reacciona. Si con ello volviese al infierno… Es increíble que ya nadie me escriba cartas, Soy muy buen lector, aunque he de reconocer que muy pésimo a la hora de contestar. La última carta que recibí data del año mil novecientos noventa y dos. Sí que ha llovido, sí. Mucho tiempo. ¿Qué hacía yo por aquel entonces? Seguramente lo mismo que ahora: nada. Y no es que no quiera, es que no me dejan. Como dice el amigo de un amigo al que nunca llegué a conocer, “así es la vida”. Y tiene toda la razón, no puedo negarlo. Pero sí, echo de menos recibir cartas. Abrir el buzón y encontrarte con una sorpresa en forma de misiva. Como si fuera navidad. Lo de menos era el contenido, lo que decía. Aunque recibí alguna carta triste y muchas que me hicieron llorar. Aún duele. ¡Oh, qué engaño! ¡Qué engañado me hallé! ¿Y por qué tengo que lamentarme? Es demasiado pronto para lamentaciones. O demasiado tarde, según sea la unidad temporal aplicada. Porque no todos los problemas vienen de ahora, si es que me explico bien. Lo dudo. Sigo con mis papeles y mis lamentaciones, aunque debería abandonar ambos al instante. Sí, coger la maleta, llenarla de comida y escapar al campo, donde nadie me conoce. Aunque el campo, como figura y ambiente, como entorno, siempre me ha producido unas extrañas diarreas. Extrañas e incontrolables. Por eso permanezco metido en casa. Enclaustrado. Supongo que tendré el colón irritado e irritable. ¿Qué diferencia hay? El desayuno se ha enfriado, pero no me importa porque nunca desayuno. Prefiero fumar. Nada sólido consigue entrar en mi cuerpo a estas horas de la mañana. Salir es otra cosa. ¿Por dónde estaba? ¡Ah, sí, mil novecientos noventa y dos! O eso creo. Debería revisar la fecha de todas las cartas que guardo donde sea. La vecina vuelve a gritar que le sale algo del coño y no tengo tanta imaginación como para elucubrar sobre dicha cuestión. La ayudaría, pero es demasiado pronto para complicarme la vida. Ese año… Era ese año. ¿Fue o sigue siendo ese año? Ese año… ¿Qué pasó ese año? Nada, como en el presente. Aunque podría contar un par de anécdotas curiosas e incluso graciosas que no creo que sean muy divertidas. Por eso me callo y continúo pensando, porque pensar es lo que me hace salir de esta pesadilla. Mil novecientos noventa y dos… Yo era joven por aquel entonces. Y tenía sueños. Ahora solo tengo sueño. Era joven y creí que me comería el mundo. Lo cierto es que ha sido al revés. La última carta que recibí. La última que en realidad leí. Y me hizo daño, mucho daño. Todavía duele. Sí, todavía duele, porque recordar aquello es como rebozarse en el barrizal de la pena. Aquellas palabras, aquellas letras… Todo escrito a mano, como se hacía entonces, con un tono personal y cercano que resultaba acogedor. Y leí esa carta como si fuese lo único que había escrito alguien en todo este tiempo. Me la aprendí de memoria. Podría recitarla en estos instantes. Podría, pero no me acuerdo. Hizo mucho daño aquella carta. No sé por qué me he acordado de ella ahora. De la carta, de aquellas palabras que hicieron que toda mi vida cambiase por completo. ¿Dónde estaría yo ahora? ¿A quién le importa? Es mejor seguir con los papeles y dejar atrás las lamentaciones. Es demasiado pronto para ello.

lunes, 22 de junio de 2020

En el trabajo



En el trabajo todo va bien, todo está bien. Ellos ordenan, yo obedezco. Ninguna objeción al respecto. Es lo que ha tocado y así tiene que ser. Todo está bien.
Es difícil que no me equivoque en algo alguna vez. Tal vez es por la falta de sueño o por el influjo de los antidepresivos. Las cosas se me olvidan. Incluso los nombres. Hoy no me he acordado de cómo se llamaba mi compañero. He notado que se ha sentido confuso, e incluso algo molesto porque he dudado si llamarle Pedro o Paco. Al final no he pronunciado ningún nombre. Sólo quería que me acercara una carpeta que he podido coger con sólo levantarme. Es uno de los peligros de la vida moderna: la falta de iniciativa. Aunque creo que eso es más un problema mío que de los demás.
La de la limpieza me ha contado que ha visto cuatro cucarachas en el servicio de hombres. No he ido a mear en toda la jornada, aunque es probable que ya no estuvieran ahí. No me he querido arriesgar. No me fío de la mujer de la limpieza.
A mi compañero se le ha caído un diente cuando hablaba por teléfono. Los dos nos hemos quedado mirando esa pieza amarillenta con restos de sangre y le he preguntado si pensaba enterrarla como parte de su cuerpo. Me ha vuelto a mirar extrañado. Creo que le ha molestado más mi pregunta que el hecho de perder una pieza dental.
A las doce he salido a comer el bocadillo, pero yo no como ningún bocadillo. Me limito a chuparme los dientes mientras observo a la gente pasar. Me pregunto qué será de ellos, cómo serán de tristes sus vidas. Al final siempre llego a la misma conclusión: el único triste soy yo.
A las doce y veinte vuelvo a mi puesto de trabajo, a realizar la misma rutina que llevo haciendo desde hace años. Demasiados. Me despisto con frecuencia. Comienzo a soñar que tengo enfermedades infecciosas y nadie quiere estar a mi lado. Me he vuelto antisocial. ¿O nací así? Solo quiero volver a casa cuanto antes y meterme en la cama.
Antes de irme me han regañado por un par de cosas que he hecho mal. Cuando pasa eso, algo bastante habitual, me siento como un niño de cinco años al que se le reprende por su conducta. Me vuelvo pequeño, sin saber qué decir o responder. Sólo afirmo con la cabeza y pido perdón. “Intentaré no volver a hacerlo”, consigo decir en un balbuceo asqueroso. Yo mismo me doy asco. Mi jefe me mira con condescendencia y se va sin soltar palabra. Todo lo que tenga que decir de mí lo dirá al resto de mis compañeros con peores expresiones. A veces me imagino tirando su cadáver por una ventana. No me hace sentir mejor, pues solo es una fantasía.
Al terminar mi jornada, dos palabras salen de mis oídos. “Hasta mañana”. Las veo flotar en el aire, frente a mí, en una tipografía extraña pero legible. Me pregunto si en realidad lo he dicho o no. Ante la duda, decido no volver a hacerlo. Todos me miran extrañados. Noto sus miradas clavándose en mi espalda. Los músculos no reaccionan.
Cuando llego a casa, sigo teniendo ese temblor insoportable en las extremidades. Me siento un rato en una silla hasta que me quedo dormido. Sueño que me cortan en pedazos con una sierra mecánica. Despierto a la media hora y ya no puedo volver a dormir. Lo siguiente que veo es la puerta abrirse y encaminarme de nuevo al trabajo. Y así, todos los días de mi vida.

Enfermedad

  Ahora que tu vagina sangra he de decirte que te quiero y mientras el mundo explota a nuestro alrededor se me encharca el cerebro con imá...