lunes, 22 de junio de 2020

En el trabajo



En el trabajo todo va bien, todo está bien. Ellos ordenan, yo obedezco. Ninguna objeción al respecto. Es lo que ha tocado y así tiene que ser. Todo está bien.
Es difícil que no me equivoque en algo alguna vez. Tal vez es por la falta de sueño o por el influjo de los antidepresivos. Las cosas se me olvidan. Incluso los nombres. Hoy no me he acordado de cómo se llamaba mi compañero. He notado que se ha sentido confuso, e incluso algo molesto porque he dudado si llamarle Pedro o Paco. Al final no he pronunciado ningún nombre. Sólo quería que me acercara una carpeta que he podido coger con sólo levantarme. Es uno de los peligros de la vida moderna: la falta de iniciativa. Aunque creo que eso es más un problema mío que de los demás.
La de la limpieza me ha contado que ha visto cuatro cucarachas en el servicio de hombres. No he ido a mear en toda la jornada, aunque es probable que ya no estuvieran ahí. No me he querido arriesgar. No me fío de la mujer de la limpieza.
A mi compañero se le ha caído un diente cuando hablaba por teléfono. Los dos nos hemos quedado mirando esa pieza amarillenta con restos de sangre y le he preguntado si pensaba enterrarla como parte de su cuerpo. Me ha vuelto a mirar extrañado. Creo que le ha molestado más mi pregunta que el hecho de perder una pieza dental.
A las doce he salido a comer el bocadillo, pero yo no como ningún bocadillo. Me limito a chuparme los dientes mientras observo a la gente pasar. Me pregunto qué será de ellos, cómo serán de tristes sus vidas. Al final siempre llego a la misma conclusión: el único triste soy yo.
A las doce y veinte vuelvo a mi puesto de trabajo, a realizar la misma rutina que llevo haciendo desde hace años. Demasiados. Me despisto con frecuencia. Comienzo a soñar que tengo enfermedades infecciosas y nadie quiere estar a mi lado. Me he vuelto antisocial. ¿O nací así? Solo quiero volver a casa cuanto antes y meterme en la cama.
Antes de irme me han regañado por un par de cosas que he hecho mal. Cuando pasa eso, algo bastante habitual, me siento como un niño de cinco años al que se le reprende por su conducta. Me vuelvo pequeño, sin saber qué decir o responder. Sólo afirmo con la cabeza y pido perdón. “Intentaré no volver a hacerlo”, consigo decir en un balbuceo asqueroso. Yo mismo me doy asco. Mi jefe me mira con condescendencia y se va sin soltar palabra. Todo lo que tenga que decir de mí lo dirá al resto de mis compañeros con peores expresiones. A veces me imagino tirando su cadáver por una ventana. No me hace sentir mejor, pues solo es una fantasía.
Al terminar mi jornada, dos palabras salen de mis oídos. “Hasta mañana”. Las veo flotar en el aire, frente a mí, en una tipografía extraña pero legible. Me pregunto si en realidad lo he dicho o no. Ante la duda, decido no volver a hacerlo. Todos me miran extrañados. Noto sus miradas clavándose en mi espalda. Los músculos no reaccionan.
Cuando llego a casa, sigo teniendo ese temblor insoportable en las extremidades. Me siento un rato en una silla hasta que me quedo dormido. Sueño que me cortan en pedazos con una sierra mecánica. Despierto a la media hora y ya no puedo volver a dormir. Lo siguiente que veo es la puerta abrirse y encaminarme de nuevo al trabajo. Y así, todos los días de mi vida.

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