Hubo una vez un sonido cuya magnitud conseguía cambiar el
registro de los números impares, convirtiéndolos en simples motas de polvo que
se disipaban sobre el cuaderno en el que los escribía. Intenté, sin éxito,
anotar el día en el que desapareciste, pero sólo conseguí que del bolígrafo
saliesen vellos púbicos. ¡Qué difícil era entonces poder expresarme! Recordé
que la palabra dicha no se difumina, sino que se extiende por el universo hasta
alcanzar el punto álgido de no retorno. Fue en ese instante cuando comprendí lo
que yo era y lo que siempre había sido; lo que, a fin de cuentas, significaba
en este mundo. Supe que solo había adquirido esta apariencia para poder
penetrarte por alguno de tus agujeros y quedarme estancado en tu matriz. Como
tal idea nunca se te pasó por la cabeza y te producía una inmensa repulsión,
recurriste a unas pinzas de hierro candente para intentar sacarme de tu
interior. Primero las hundías en agua hirviendo, para después introducirlas por
tu sexo supurante hasta alcanzar alguna de mis extremidades. Yo me acurrucaba
en un rincón acolchado y me convertía en un ovillo de carne al rojo intenso,
escapando, como me era posible, de tu angustia por eliminarme. Aquella tarde te
resultó imposible y dormí en tu interior con agrado y regocijo mientras oía
entre mucosidades sordas alguna de las palabras sin sentido que pronunciabas
para no sentirte sola. “Está muerto, todo está muerto”, decías sin yo saber muy
bien a qué te referías. Cuando el silencio de la noche fue absoluto y la
oscuridad roja como un párpado cerrado me arrulló, conseguí dormirme y soñar.
Había mariposas negras volando por encima de una carretera cubierta por la
lluvia y tu coño flamígero recitaba canciones de otra época. Siempre supiste cómo
divertirte y hacerme feliz. Al despertar, no sé muy bien cuántas horas después,
estaba tumbado a tu lado. Me alegré por ello, pero tu cuerpo sólo despedía un
tenso y gélido vapor que congelaba hasta el tuétano de mis huesos. Extendí mi
brazo e introduje mis dedos en tu boca desnuda y vacía. Toco tus dientes, palpo
tu lengua. Beso la muerte que has dejado tumbada en la cama. Sólo hay frío y la
piel amoratada de quien se está pudriendo por dentro. No digo más. Quiero
convertirme en sonido agudo y borrar los números que puedan recordarme el día en el que me dejaste.
miércoles, 18 de diciembre de 2019
miércoles, 4 de diciembre de 2019
En sueños...
...las neuronas estallan en algunos de mis disparates más incesantes y electrificados, es la mezcolanza
que tomamos para poder olvidar, resulta pues demasiado grosero decirme algo cuando permanezco sumergido
en los suaves pliegues de mi cerebro, me provoca un ataque de nervios el sonido
de tu voz, nos sentamos alrededor de mi interior estúpido, fui, creí, enséñame
las transmisiones que interrumpen mi muerte en directo con los narcóticos dispuestos
en completo aislamiento, silencio, reír muy de mañana por el hecho de escapar,
adiós, qué se esconde mientras en el espacio, sé hablar, en esta jornada
interminable me pides de forma constante y dormida que me explique, enseñas los
dientes como un arma maravillosa, escupo sobre mis zapatos, miro el reloj, me
mareo con sólo pensar en el tiempo perdido, repites palabras fricativas
ocupadas en voces surgidas del pozo que hay en tu cara, chocamos sin decidir si
abrías tu cara oculta por la sien no primaveral, me invitas a un café mientras
cruzas las piernas y consigo ver tus bragas, tienes un agujero en tus silabas,
sin estas palabras no hay forma de romper mis huesos, vuelvo a la vida que una
vez tuve, ponme una taza, el infierno es la acumulación de nuestros espejos, no
necesito más retoques en mis órganos blandos, quiero decir algo pero es
imposible juntar las letras que encuentro, mi boca expulsa conceptos e ideas
alteradas, es un pensamiento distorsionado, sé qué quiero hacer contigo aunque
suene ridículo, salgo de mi ropa y dices que soy como un brillante recubierto
de plástico, me asusta que no te asustes, ¿tú también deseas lo mismo?, me queda
tan poco por hacer…, de eso estoy seguro, en segundos te engancho rompiendo tu
concentración, la gente nos mira pero tienen sus propios problemas, otros brazos de charol que se introducen por
tu vestido, nuestras bocas forman un brindis
y las cabeza funestas estallan en milésimas de segundos, mis días vuelan dando
hidratación a los afilados deseos de los que no me asusto, reímos, ¿te gustaría
que te arrancase tu ropa interior? tus formas sibilantes me hacen pensar en imágenes
que alguna vez soñé, recibo tus labios con simples intervalos de niño, pesan sobre
mi boca abierta e insuflan mi vida de infinito poder, sabrás todos mis párrafos
pues he estudiado este momento desde que te conocí, no es este un exterior hinchado
por el bien de mi cerebro, ya soy mayor, es mejor que me levante y decirte
adiós, te planto un beso casto en cada uno de tus carrillos por cada día que
fuiste una pérdida, mientras siento la repetición de tu cifrado contoneo
provocar mi muerte en vida, es el momento de tu ser, yo ni siquiera soy, mi tráquea
cortada se abre para que prosigas tu
castigo en mis vacíos de locura, no hay nada nuevo que saber
martes, 3 de diciembre de 2019
El poema de Leticia
Encontraron el poema de la pequeña Leticia una gélida mañana
de invierno de hace unos años. Estaba tirado en el suelo del parque infantil
que había cerca de su casa, al lado de los columpios de hierro. Tenía manchas
de barro que hacían que ciertas partes del poema, no muchas, fuesen
completamente ilegibles. Aun así, se trataba de una composición pueril, propia
de una niña de ocho años que había escrito en alguno de sus ratos libres. De
rima consonante y fácil de aprender, la verdad es que no se apreciaba en sus
versos una clara influencia de los clásicos ni característica alguna que pudiera
asegurar que aquella niña poseía un talento especial para la lírica. Cualquiera
que tuviese un mínimo de sensibilidad sabría que aquella composición no valía nada,
que era un trabajo mediocre hecho, seguramente, para alguna actividad del
colegio, y que no habría destacado demasiado entre los demás escritos realizados
por sus compañeros. El poema comenzaba así: “El perro de mi vecino es
grande y bonito / pero no deja de molestar a mi gato chiquitito / temo que un
día de estos le haga daño / y tenga que enterrarle debajo del castaño / qué
pena más grande me daría / si ese perro al final la lía”. El resto del poema no mejora. Es una sucesión
de versos estúpidos e ingenuos que, con el paso del tiempo, alguien vio como
una especie de premonición o de aviso. Da igual lo que cientos de personas opinasen
al respecto. Todos aquellos comentarios cambiaron en el mismo momento en el que
se encontró el cadáver de la pequeña Leticia en mitad del bosque. Había sido
violada y estrangulada. Entonces, algún lumbreras pensó que sería buena idea
publicarlo. No se equivocó.
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