Hubo una vez un sonido cuya magnitud conseguía cambiar el
registro de los números impares, convirtiéndolos en simples motas de polvo que
se disipaban sobre el cuaderno en el que los escribía. Intenté, sin éxito,
anotar el día en el que desapareciste, pero sólo conseguí que del bolígrafo
saliesen vellos púbicos. ¡Qué difícil era entonces poder expresarme! Recordé
que la palabra dicha no se difumina, sino que se extiende por el universo hasta
alcanzar el punto álgido de no retorno. Fue en ese instante cuando comprendí lo
que yo era y lo que siempre había sido; lo que, a fin de cuentas, significaba
en este mundo. Supe que solo había adquirido esta apariencia para poder
penetrarte por alguno de tus agujeros y quedarme estancado en tu matriz. Como
tal idea nunca se te pasó por la cabeza y te producía una inmensa repulsión,
recurriste a unas pinzas de hierro candente para intentar sacarme de tu
interior. Primero las hundías en agua hirviendo, para después introducirlas por
tu sexo supurante hasta alcanzar alguna de mis extremidades. Yo me acurrucaba
en un rincón acolchado y me convertía en un ovillo de carne al rojo intenso,
escapando, como me era posible, de tu angustia por eliminarme. Aquella tarde te
resultó imposible y dormí en tu interior con agrado y regocijo mientras oía
entre mucosidades sordas alguna de las palabras sin sentido que pronunciabas
para no sentirte sola. “Está muerto, todo está muerto”, decías sin yo saber muy
bien a qué te referías. Cuando el silencio de la noche fue absoluto y la
oscuridad roja como un párpado cerrado me arrulló, conseguí dormirme y soñar.
Había mariposas negras volando por encima de una carretera cubierta por la
lluvia y tu coño flamígero recitaba canciones de otra época. Siempre supiste cómo
divertirte y hacerme feliz. Al despertar, no sé muy bien cuántas horas después,
estaba tumbado a tu lado. Me alegré por ello, pero tu cuerpo sólo despedía un
tenso y gélido vapor que congelaba hasta el tuétano de mis huesos. Extendí mi
brazo e introduje mis dedos en tu boca desnuda y vacía. Toco tus dientes, palpo
tu lengua. Beso la muerte que has dejado tumbada en la cama. Sólo hay frío y la
piel amoratada de quien se está pudriendo por dentro. No digo más. Quiero
convertirme en sonido agudo y borrar los números que puedan recordarme el día en el que me dejaste.
No hay comentarios:
Publicar un comentario