miércoles, 18 de diciembre de 2019

El día que te fuiste


Hubo una vez un sonido cuya magnitud conseguía cambiar el registro de los números impares, convirtiéndolos en simples motas de polvo que se disipaban sobre el cuaderno en el que los escribía. Intenté, sin éxito, anotar el día en el que desapareciste, pero sólo conseguí que del bolígrafo saliesen vellos púbicos. ¡Qué difícil era entonces poder expresarme! Recordé que la palabra dicha no se difumina, sino que se extiende por el universo hasta alcanzar el punto álgido de no retorno. Fue en ese instante cuando comprendí lo que yo era y lo que siempre había sido; lo que, a fin de cuentas, significaba en este mundo. Supe que solo había adquirido esta apariencia para poder penetrarte por alguno de tus agujeros y quedarme estancado en tu matriz. Como tal idea nunca se te pasó por la cabeza y te producía una inmensa repulsión, recurriste a unas pinzas de hierro candente para intentar sacarme de tu interior. Primero las hundías en agua hirviendo, para después introducirlas por tu sexo supurante hasta alcanzar alguna de mis extremidades. Yo me acurrucaba en un rincón acolchado y me convertía en un ovillo de carne al rojo intenso, escapando, como me era posible, de tu angustia por eliminarme. Aquella tarde te resultó imposible y dormí en tu interior con agrado y regocijo mientras oía entre mucosidades sordas alguna de las palabras sin sentido que pronunciabas para no sentirte sola. “Está muerto, todo está muerto”, decías sin yo saber muy bien a qué te referías. Cuando el silencio de la noche fue absoluto y la oscuridad roja como un párpado cerrado me arrulló, conseguí dormirme y soñar. Había mariposas negras volando por encima de una carretera cubierta por la lluvia y tu coño flamígero recitaba canciones de otra época. Siempre supiste cómo divertirte y hacerme feliz. Al despertar, no sé muy bien cuántas horas después, estaba tumbado a tu lado. Me alegré por ello, pero tu cuerpo sólo despedía un tenso y gélido vapor que congelaba hasta el tuétano de mis huesos. Extendí mi brazo e introduje mis dedos en tu boca desnuda y vacía. Toco tus dientes, palpo tu lengua. Beso la muerte que has dejado tumbada en la cama. Sólo hay frío y la piel amoratada de quien se está pudriendo por dentro. No digo más. Quiero convertirme en sonido agudo y borrar los números que puedan recordarme el día en el que me dejaste.

No hay comentarios:

Enfermedad

  Ahora que tu vagina sangra he de decirte que te quiero y mientras el mundo explota a nuestro alrededor se me encharca el cerebro con imá...