Una mujer de unos cuarenta años y belleza enigmática contempla
embelesada el paisaje vacío que se extiende más allá de la ventana de la
cocina. Mientras, agarra con suavidad una de sus muñecas abiertas en sendas
heridas sangrantes que gotean con ritmo hipnótico sobre el suelo de madera. Sus
extremidades tiemblan con suavidad, como agitadas por un viento fantasma. Su
rostro mortecino se confunde con la luz apagada que se cuela del exterior. Una
terrible sensación de tristeza inunda sus ojos secos. Más allá del cristal sólo
existe la nada. Se da la vuelta y ve a su marido sentado a la mesa. Tiene la
cabeza completamente cubierta por un pañuelo blanco que deforma su rostro y cualquiera
de sus gestos. Con las manos encima de la mesa de formica, espera con paciencia
algo que no llega. La mujer esboza una tímida sonrisa. “Ya estás aquí”, dice
sin apenas fuerzas en su voz. La sangre roja que cubre sus brazos contrasta con la palidez de su piel. “En seguida te pongo el desayuno”. El hombre se
ajusta la corbata con movimientos pausados sin dejar de observar el infinito
blanco de su visión ciega. De repente, se oye un sonido seco y algo que cae a
plomo sobre el suelo. El marido, en vez de pensar que algo terrible ha pasado,
se limita a seguir respirando. Tiene hambre, eso es lo que importa.
1 comentario:
Excelente relato Oscar!!
Un placer leerte!
Recién ahora descubro tu blog por un twitt tuyo...
Ya tenés una nueva seguidora y lectora.
Saludos desde "el otro lado del charco".
Lau.
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