miércoles, 28 de abril de 2021

Amistad

 


Dos hombres, A y B, están sentados en el salón de la casa de uno de ellos. Uno frente al otro. Los dos vestidos con traje y corbata, pero con aspecto desaliñado y sórdido. Uno de ellos, A, es más bajito y achaparrado que su compañero. Tiene la mirada maliciosa, aunque cansada; el pelo negro revuelto y la barba de dos días. El otro, B, es más alto y flaco, pero la misma expresión de tedio cruza sin remedio por su rostro curtido. Los dos aguantan con sus manos venosas sendos vasos de chupito con un líquido pardusco que no se deciden a beber.

– ¿Sabes? –pregunta A.

– ¿Sí? –responde B.

–No, nada –dice A.

–Dime –insiste B.

–No es nada.

– ¿Estás bien?

–Sí.

Silencio.

–No está mal tu casa –comenta B mientras observa a su alrededor.

–No.

–Podría estar mejor.

–Sí.

–Pero no está mal.

–No.

–Debería venir más a menudo.

– ¿Tú crees?

–Sí.

–Puede que tengas razón.

Silencio. A se lleva el vaso a la boca sin llegar a beberlo.

– ¿Sabes?

–¿Qué ?–responde B.

–Tengo que contarte algo –dice A.

–Adelante –dice B.

–Pero no.

– ¿Pero no?

–No.

– ¿No quieres contármelo?

–Sí.

– ¿Sí quieres contármelo?

–Sí

– ¿Entonces? ¿Qué pasa? –pregunta B.

–Es que…

– ¿Sí?

–Me da vergüenza –confiesa A con cierta pesadumbre.

– ¿Vergüenza?

–Sí.

–No comprendo. ¿Tienes vergüenza de contarme algo?

–Sí.

– ¿Después de tanto tiempo?

–Sí.

–Bueno, como veas.

Silencio. B acaricia con sus labios el vaso, pero lo retira antes de beber una sola gota.

–Me supura el culo –confiesa al final A.

– ¿Qué? –pregunta B sorprendido.

–He dicho que me salen líquidos por el culo.

– ¿Desde cuándo?

–No sé… Desde hace unos meses.

– ¿Y por qué no me has dicho nada?

–Te lo estoy diciendo ahora.

–Digo antes.

– ¿Antes? ¿Antes de qué?

–Pues antes. Cuando empezaste a mear por el culo.

–No meo por el culo. Solo me salen fluidos de vez en cuando.

– ¿Cómo son?

– ¿El qué?

– Los líquidos.

–Pues marrones, supongo. Algunos de color amarillento –informa A.

– ¿Sangre? –pregunta B.

–No, no. No lo he comprobado, pero creo que no.

– ¿Son viscosos? –B parece interesado.

–Tienen cierta consistencia, sí.

– ¿Y nada más?

– ¿Qué quieres decir con nada más?

– ¿No te duele? ¿No sientes nada?

–Me arde el culo, como si lo que echase fuese ácido o algo parecido.

– ¿Has ido al médico?

–No, aún no.

– ¿Por?

–Tengo miedo.

– ¿A qué vas a tener miedo? No creo que sea nada importante.

–Pero, ¿y si lo es?

–No lo es.

– ¿Cómo lo sabes?

–No lo sé.

– ¿Eres médico?

–Sabes que no.

–Entonces, ¿por qué estás tan seguro de que no es nada?

– ¡Ay, no sé! Lo he dicho para animarte.

– ¿Animarme?

–Sí.

–Gracias.

–De nada.

A vuelve a llevarse el vaso a la boca, pero antes de que el líquido pueda entrar en su boca, agacha la cabeza.

–Oye, ¿has tenido… relaciones homosexuales? –pregunta B.

– ¿Qué? –pregunta A clavando los ojos en su amigo.

–No sé, es por preguntar.

– ¿Te digo que me supuran líquidos por el culo y sólo se te ocurre preguntar eso?

–Era por ir descartando cosas –dice B encogiéndose de hombros. – No creo que sea algo tan malo.

– ¿El qué?

–Lo que he preguntado.

–No lo es. Y no, no he mantenido relaciones homosexuales con nadie.

–De acuerdo. No te ofendas.

–No me ofendo.

Silencio incómodo.

–Y tú mujer, ¿qué dice?

–Nada, está más preocupada en que no manche el sofá. Me ha dicho que me ponga pañales –dice A.

– ¿Y tú qué has hecho? –pregunta B.

–Ponerme uno.

– ¿Llevas un pañal ahora?

–Sí.

–A ver. No me había dado cuenta –dice B sorprendido.

A se levanta de la silla y se da la vuelta. Se levanta un poco la chaqueta para que su amigo pueda apreciar mejor su trasero. Se puede distinguir con claridad el bulto que se marca en el pantalón.

–Al menos parece que tienes más culo –termina diciendo B.

– ¿Sí? ¿Y eso de qué sirve? –pregunta A  mientras se sienta.

–No sé, a las mujeres les resulta atractivo.

– ¿Tú crees?

–Eso he oído.

–Me da lo mismo. ¿Quién se va a fijar en alguien como yo?

–En eso tienes razón.

–O en alguien como tú.

–Ahí me has dado.

–La verdad es que ninguno de los dos valemos mucho.

– ¿Quién habría apostado por nosotros cuando éramos pequeños?

–Nadie.

–Y habrían acertado –silencio. B hace un nuevo intento por beber, pero comienza a hablar antes de tan siquiera llevarse el vaso a la boca. – No me imagino a ninguno de esos chavales que se reían de ti escupiendo líquidos por el culo.

–La verdad es que yo tampoco.

–La vida es como es. No hay que darle más vueltas. No esperes ningún tipo de venganza cósmica.

–Nunca la esperé.

–Nunca esperaste nada.

–Sólo dejar de echar flujos por el culo.

Silencio. A termina posando el vaso en la mesa.

– ¿Quieres verlo? –dice finalmente.

– ¿El qué?

–Mi culo.

–No, la verdad es que no me apetece mucho.

–Es que creo que el agujero se ha hecho más grande.

– ¿El agujero? ¿Qué agujero?

–El del culo.

– ¡Qué tonterías estás diciendo!

–Lo digo en serio.

–No, lo siento. No quiero verlo.

–Anda, acompáñame al servicio y te lo enseño en un momento. Necesitaría una segunda opinión.

– ¿Quién te ha dado la primera?

–Mi mujer.

– ¿Y qué te ha dicho?

–Nada. Simplemente vomitó. Desde entonces no ha vuelto a hablar. Hace como que no estoy.

–Oye, no te molestes, pero es que… no tengo ganas de verlo.

–Está bien, no insisto.

Silencio. Ahora es B quien deja el vaso encima de la mesa. Mira el líquido pardusco con desagrado.

–Tengo que irme –dice levantándose de la silla. – Se me hace tarde. Tengo que darle la vuelta a mi mujer para que no le salgan escaras en el cuerpo.

– ¿Está mejor? –pregunta A con desdén.

–No, la verdad es que cada vez va a peor. Ya ni me reconoce.

–Vaya, lo siento.

–No pasa nada. C’est la vie, que diría un inglés –dice B.

– ¿Nos vemos mañana?

–Sí… Bueno… Puede ser. Ya te llamaré, ¿vale?

-Vale –dice A. – ¿Te acompaño a la puerta?

-No, no hace falta. Conozco el camino.

-De acuerdo.

B se da la vuelta y comienza a andar.

– ¡Oye!

– ¿Si?

–No, nada. Cuídate.

–Sí, bueno. Ya nos veremos.

B sale del salón. Se oye la puerta abrirse y después cerrarse con cierto estruendo. Después, el silencio. A observa el vaso que tiene delante. Lo coge, lo mira detenidamente y lo vuelve a dejar.

lunes, 12 de abril de 2021

El ojo de Joyce

 


La colilla del cigarro rebota en las escaleras y baja a la par que mis pasos hacia el infierno. No me siento bien. Me duele el estómago, me va a estallar la cabeza. El ojo, como en días anteriores, sufre extraños pinchazos que normalmente achaco al cansancio. Pero es cierto que muchas veces pienso que debo tener un glaucoma o algo parecido ramificándose en mi globo ocular. Y me veo como Joyce, con ese parche negro cubriendo el ojo que desapareció. Palabras, palabras, palabras vacías, sin sentido. No encuentro las adecuadas para las ideas que fermentan en mi cerebro día tras día, hora tras hora. Me freno. Entro con cierta tranquilidad en casa, pero con el peso de mi existencia sobre mis hombros muertos. Entonces se me presenta delante el mayor de mis hijos con rostro compungido. Comprendo que algo malo ha hecho y que debe decírmelo. De lo que no estoy tan seguro es de querer saberlo. No me apetece sentirme el ogro de nuevo, ni apelar a su escaso sentido común otra vez. Ni siquiera me apetece respirar. ¿Qué puedo hacer?  Siento el hastío existencial pegar dentelladas sangrientas a mi espíritu abatido. Y no puedo huir, correr, salir tan rápido de aquí como me fuera posible. He de oír aquello que mi hijo tiene que decirme, aunque la náusea se eleve por mi garganta e inunde de ácidos el aliento malsano de mi boca. ¿Cuánto tiempo me queda hasta quedarme tuerto y dejar un tremendo vacío en la cuenca de mi ojo? Mi hijo me explica que ha robado algo en la tienda de la esquina y que le han pillado. Un perfume que quería regalarle a su madre. Ridículo. No ha pensado en su madre ni un solo día de su existencia. Yo tampoco. Le digo que él se lo ha buscado, que nada puedo hacer. Me comenta que el hombre de la tienda reclama el dinero del perfume y que si no lo pago, le denunciará. Me encojo de hombros. No puedo seguir escuchando tonterías después de haber estado todo el día en la zapatería probando todo tipo de calzado a señoras anónimas. Pies desnudos, callosos, llenos de heridas, sudados, feos, hinchados, olorosos, agrietados, amarillos, desechos. Y el ojo doliéndome, presionando en su cuenca oscura la palpitación de la enfermedad. Sigo mi camino hasta el sofá. Nada de gritos esta vez. No me apetece. Estoy harto de ser el malo de la película. Mi hijo mayor me observa y me maldice por no solucionar sus problemas. El otro, el pequeño, estará por ahí, masturbándose compulsivamente. Desde que ha cumplido los doce años no para de hacerlo. Me asquea pensar en ello. Yo también lo hacía a su edad, pero no dejaba tantas pistas como él. Al menos cerraba la puerta de la habitación. Me siento y me llevo las manos a la cabeza. No soporto esta jaqueca; no aguanto mi vida. Y no hay solución alguna. La casa está en silencio, pese a que todos están en ella. Mi hijo mayor permanece de pie, apartado, esperando una solución que no estoy dispuesto a darle. Al menos no de momento. No tengo palabras de consuelo para él. No tengo palabras. Las palabras… Esas malditas palabras que se niegan a salir mientras el glaucoma de mi ojo izquierdo me advierte que en pocos años llevaré un parche tan negro como el futuro que se me presenta y el pasado que se aleja. Si es que es un glaucoma y no algo peor. ¿Qué podría ser? ¿Un tumor cerebral? ¿Te duele el ojo por un tumor cerebral? Tendré que consultarlo. Pienso… Me enciendo un cigarrillo creyéndome una vieja estrella del cine en un decorado de cartón piedra. Sólo espero que la película esté a punto de terminar. Me llaman para cenar. Tal vez el olor a podrido que sale de la cocina, como a verdura lavada con agua del váter, consiga sacarme de mis pensamientos autodestructivos y pueda dormir tranquilo esta noche. Siempre y cuando no sueñe con el ojo de Joyce y sus frases perfectas.

Enfermedad

  Ahora que tu vagina sangra he de decirte que te quiero y mientras el mundo explota a nuestro alrededor se me encharca el cerebro con imá...