viernes, 11 de octubre de 2019

Sueños

Hoy he soñado que iba en bicicleta por el campo.
Hoy he soñado que jugaba a esconderme entre los arbustos.
Hoy he soñado que volvía a ser el niño que una vez fui.
Tuve un sueño la pasada noche y no recuerdo de qué iba.

Hoy he soñado que quería verte de nuevo.
Hoy he soñado que lamía tus rodillas con pasión.
Hoy he soñado que curaba mis heridas sangrantes.
He tenido un sueño extraño y no sé ni contarlo.

Hoy he soñado que comía carne cruda en tu baño.
Hoy he soñado que volvía al barrio de donde me echaron.
Hoy he soñado que fumaba heno debajo de tu casa.
Ha sido soñar y soñar y nunca más recordar.

Hoy he soñado que arrancaba tu piel y te veía de verdad.
Hoy he soñado que me desnudaba con ácido en mis manos.
Hoy he soñado que intentaba pronunciar tu nombre y no podía.
Me he despertado y sólo he podido decir "¡qué mierda!"

miércoles, 2 de octubre de 2019

La casa de Javier


Hoy he pasado por delante de la casa de Javier. Es habitual que lo haga. No me mueve ninguna razón en especial al hacerlo. Simplemente me pilla de paso. Es cierto, ya no es su casa. Hace mucho tiempo que dejó de serlo. Años. Tantos como décadas. Supongo que desde aquel mes de abril o mayo, (no lo recuerdo con claridad), en el que sucedió todo. Aun así, para mí siempre será la casa de Javier, aunque no quede vestigio alguno de su existencia entre esas cuatro paredes. Ni un solo recuerdo. Es posible que al pasar por delante de su casa intente ver atisbos del pasado remoto en sus muros, pero solo me encuentro con dos ventanas oscuras que me miran sin expresión alguna y una terraza ocupada por bicicletas y demás trastos. La gente que vive ahora allí ignora lo que ocurrió tiempo atrás. Bendita ignorancia. Porque algo pasó. Bien lo sé yo. Y medio barrio lo supo en su momento, pero la memoria es tan efímera… Sí, algo sucedió de verdad, y sin embargo, intento quedarme con el recuerdo de la breve amistad que tuve con Javier cuando éramos niños. Cuando todo debían de ser risas y diversión. Y no fue así. Esta casa, su casa, siempre será la casa de Javier, por mucho que pase el tiempo. Aquel niño entrañable que se sentaba a mi lado en clase y con el que intercambiaba viejos cromos de futbolistas. Aquel chaval desgarbado que siempre tenía una sonrisa en sus labios pese al infierno que debía de estar viviendo. Aquel chico cuyo padre mató a su madre e intentó hacer lo mismo con él y con su hermano una fatídica tarde de abril o de mayo. He echado un último vistazo a las ventanas. Su hermano mayor saltó por una de ellas huyendo de las manos asesinas de su progenitor. Cubierto de golpes y sangre, magullado y aturdido, corrió y subió la cuesta para pedir ayuda. Eso me contaron. Mientras, Javier permanecía escondido en el cuarto de baño, aguantando como podía los golpes descontrolados que su padre propinaba a la puerta. Y su madre muerta en la habitación, tendida sobre la cama. Todo esto me lo dijeron después, o lo leí en los periódicos. Nuestra “simpática” profesora de entonces nos hizo leer en clase las crónicas de cada uno de los panfletos que hablaron del tema. Infinidad de detalles que sin duda afectaron a nuestras vírgenes mentes infantiles. Esa noche tuve pesadillas. No fue la única. Seguro que Javier aún las tiene. Es normal, o sería normal. Y desde entonces, desde aquel día, nada más supe de él, de mi amigo. Sólo me quedan los recuerdos, cada vez más difusos, cada vez más deteriorados en mi memoria. Y la visión de esa casa, de la casa de Javier, que a punto estuve de visitar aquella terrible tarde de mediados de abril o principios de mayo. ¿Quién quiere saberlo ahora?

martes, 1 de octubre de 2019

Juego de manos


El agua llega hasta más arriba de mi cintura. Sé que me voy a ahogar, pero no me importa. No tengo intención alguna de luchar por mi vida. Ya lo he hecho otras veces sin que el resultado haya sido satisfactorio. Los grifos siguen expulsando agua. Mientras, la voz de mi vecina llega a mis oídos a través de las finas paredes de mi casa. No consigo saber lo que dice. Su voz queda amortiguada por el sonido del agua. Oigo palabras sueltas. “Coño”, “cabeza”, “matar”. Me giro. Acerco la oreja a la pared pero sigo sin escuchar nada con nitidez. Hay demasiado ruido aquí dentro. No puedo impedir que el agua siga saliendo. Yo mismo me he encargado de destrozar los grifos para que no haya marcha atrás. Esta vez no. “Hay un payaso muerto debajo de mi cama”, oigo decir. Intento, sin éxito, detener con las manos el manantial que sale de los grifos del baño. Lo mejor será salir de aquí. Intento abrir la puerta pero no puedo. “¡Suicídate!”, grita la mujer. Hago fuerza, pero la puerta apenas se abre. Ni un leve resquicio. El agua alcanza mi pecho y toca suavemente mi barbilla. “Tengo el coño tan rasurado que parece terciopelo”, afirma la mujer. Hago un esfuerzo por mantenerme a flote, pero trago más agua de la debida. Toso con fuerza. “¡Tu muerte provocará uno de mis mayores orgasmos!” En seguida, mi cabeza se sumerge en las aguas cristalinas del baño. No puedo respirar. Me cuesta abrir los ojos. Pronto todo se vuelve oscuro. Una negrura infinita y sorda que se ve interrumpida cuando mi mujer abre la puerta del armario y me quita la bolsa de plástico que tenía en la cabeza para masturbarme.

Enfermedad

  Ahora que tu vagina sangra he de decirte que te quiero y mientras el mundo explota a nuestro alrededor se me encharca el cerebro con imá...