miércoles, 2 de octubre de 2019

La casa de Javier


Hoy he pasado por delante de la casa de Javier. Es habitual que lo haga. No me mueve ninguna razón en especial al hacerlo. Simplemente me pilla de paso. Es cierto, ya no es su casa. Hace mucho tiempo que dejó de serlo. Años. Tantos como décadas. Supongo que desde aquel mes de abril o mayo, (no lo recuerdo con claridad), en el que sucedió todo. Aun así, para mí siempre será la casa de Javier, aunque no quede vestigio alguno de su existencia entre esas cuatro paredes. Ni un solo recuerdo. Es posible que al pasar por delante de su casa intente ver atisbos del pasado remoto en sus muros, pero solo me encuentro con dos ventanas oscuras que me miran sin expresión alguna y una terraza ocupada por bicicletas y demás trastos. La gente que vive ahora allí ignora lo que ocurrió tiempo atrás. Bendita ignorancia. Porque algo pasó. Bien lo sé yo. Y medio barrio lo supo en su momento, pero la memoria es tan efímera… Sí, algo sucedió de verdad, y sin embargo, intento quedarme con el recuerdo de la breve amistad que tuve con Javier cuando éramos niños. Cuando todo debían de ser risas y diversión. Y no fue así. Esta casa, su casa, siempre será la casa de Javier, por mucho que pase el tiempo. Aquel niño entrañable que se sentaba a mi lado en clase y con el que intercambiaba viejos cromos de futbolistas. Aquel chaval desgarbado que siempre tenía una sonrisa en sus labios pese al infierno que debía de estar viviendo. Aquel chico cuyo padre mató a su madre e intentó hacer lo mismo con él y con su hermano una fatídica tarde de abril o de mayo. He echado un último vistazo a las ventanas. Su hermano mayor saltó por una de ellas huyendo de las manos asesinas de su progenitor. Cubierto de golpes y sangre, magullado y aturdido, corrió y subió la cuesta para pedir ayuda. Eso me contaron. Mientras, Javier permanecía escondido en el cuarto de baño, aguantando como podía los golpes descontrolados que su padre propinaba a la puerta. Y su madre muerta en la habitación, tendida sobre la cama. Todo esto me lo dijeron después, o lo leí en los periódicos. Nuestra “simpática” profesora de entonces nos hizo leer en clase las crónicas de cada uno de los panfletos que hablaron del tema. Infinidad de detalles que sin duda afectaron a nuestras vírgenes mentes infantiles. Esa noche tuve pesadillas. No fue la única. Seguro que Javier aún las tiene. Es normal, o sería normal. Y desde entonces, desde aquel día, nada más supe de él, de mi amigo. Sólo me quedan los recuerdos, cada vez más difusos, cada vez más deteriorados en mi memoria. Y la visión de esa casa, de la casa de Javier, que a punto estuve de visitar aquella terrible tarde de mediados de abril o principios de mayo. ¿Quién quiere saberlo ahora?

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