lunes, 27 de enero de 2020

La puerta

Hay alguien detrás de la puerta. Pero no sé en qué lado de la puerta estoy yo, si dentro o fuera.
Llaman al timbre y desconozco si tengo que abrir o esperar a que me abran. Pasan los segundos, pero nadie se mueve. Congelo la respiración.
¿He tocado yo? ¿Ha sido él? ¿Ella?
Hay alguien detrás de la puerta, pero bien podría ser yo.
Vuelve a vibrar el timbre. Su errático sonido parece extenderse por el resto del mundo, pero mi mundo es este, y no sé qué es.
Me seco los labios con los dedos y saboreo el sudor amargo que desprenden. Hace calor. Creo que me voy a desmayar. Debería sentarme, pero decido seguir de pie por si la puerta se abre y tengo que entrar o salir. Aún no me he decidido.
No, no es que no me haya decidido. Es que ignoro qué tengo que hacer.
Si repaso el día de hoy tal vez llegue a alguna conclusión positiva, pero mi memoria es frágil y apenas recuerdo algo de todo lo acontecido.
No sé ni cómo me llamo.
Alguien me ha puesto aquí, frente a la puerta, en algún momento. Pero ¿cuándo y por qué?
No puedo llegar a conclusiones tan precipitadas. Casi me resulta imposible pensar.
Sólo sé que hay una puerta y yo estoy delante. O detrás.
No a un lado, ni debajo. Eso ya sería peligroso, aunque el peligro no me importa. Ni morir. Ni vivir.
¿Por qué habría de importarme algo que ni siquiera sé lo que es?
La puerta… El timbre…
Yo no he tocado el timbre. Al menos no recuerdo haberlo tocado. Por lo tanto, alguien, que no soy yo, es el que está llamando. Alguien está detrás de la puerta y está llamando. Quiere que le abran. Quiere que yo abra la puerta. Pero no estoy seguro de tener que abrirla. Ni siquiera estoy seguro de no haber tocado el timbre.
¿Y si estaba pensando en otra cosa cuando lo he pulsado?
¿He tocado el timbre?
Es posible que haga cosas de las que no soy consciente. Como rascarme los huevos o meterme un dedo en la nariz. Sin embargo, me he dado cuenta de que me he secado los labios con los dedos. ¿Debería, entonces, saber si he pulsado o no el timbre? Esperaré, me concentraré y veré.
Alguien está detrás de la puerta, eso seguro. Da igual la perspectiva. Alguien está detrás de la puerta y espera con paciencia. Yo también espero, pero no sé el qué. Tampoco puedo asegurar que él o ella sepan a qué esperar. Pero alguien toca el timbre. Alguien debe querer entrar. ¿A dónde?
Suena el timbre. Soy yo. Ahora me he dado cuenta. Soy yo quien ha pulsado el timbre. ¿Por qué no me abren? He sido testigo de cómo mi dedo ha apretado el timbre. Lo he visto. Lo he sentido. Pero nadie hace nada ni responde al otro lado de la puerta.
Puede que en realidad no haya nadie. Puede que haya estado esperando en balde.
No voy a seguir aquí. No hay nadie o nadie quiere abrirme. Sea como sea, la espera es inútil. Me doy la vuelta y me alejo de la puerta.
Suena el timbre.

viernes, 17 de enero de 2020

Naderías

Transformación.
Tengo un enano creciendo debajo de mis testículos.
Tétrico.
Esta mañana me he acostado con mi vecina nada más levantarme.
Así de cansado estaba.
O de aburrido.
La luz del sol me ciega. Y ella no deja de reír.
Sin razón aparente.
Tal vez ha visto la cabecita del enano
y le ha hecho gracia.
Si al menos su risa fuese sincera…
Y hermosa…
Telúrica y tomada.
Hay conversaciones que siempre terminan en tragedia.
Como cuando recibí al profesor de mi hijo y le reventé el ojo a puñetazos.
Un asco.
Un verdadero asco.
Pero todo estaba perfectamente planeado y estudiado.
Ni siquiera tengo un hijo.
Nunca he comprendido el sentimiento caníbal de comerme mi propia descendencia.
Aquel profesor…
Se merece su permanente ceguera.
Me escupió dos muelas a la cara, una de ellas de oro.
La he enterrado en el fondo de la maleta.
A ver si me da suerte y consigo viajar más.
Escapar de aquí.
Se lo cuento a mi vecina y estalla en carcajadas aún más sonoras.
Se cae de la cama.
Se golpea con la mesilla. Deja de reír.
Mejor así.
El profesor….
He hablado con un amigo de un amigo que una vez vino a mi casa invitado por la mujer del abogado de mi vecina, la que se acaba de caer, y me ha dicho que aquel tipo se lo merecía.
¿Cuándo he hablado con él? ¿Cuándo he tenido la oportunidad?
Ni siquiera sé si existe.
Es posible que todo se cocine en mi cabeza.
O puede que…
Un hombre espera en el pasillo.
Veo el edificio de enfrente a través de la ventana.
Mi vecina agoniza o simplemente ha dejado de respirar.
Desde aquí contemplo su coño.
Levemente abierto, levemente rosa.
El enano que crece debajo de mis testículos entona cánticos fúnebres.
No sé quién es, quién soy.
Hay un hombre esperando en el pasillo.
Menos mal que hoy es domingo y mañana no trabajo.
Tengo tiempo de sobra para lo que sea.
Moriré de aburrimiento mientras contemplo el edificio de enfrente oscurecerse.
Este no es mi sitio. Nunca lo fue.
Siempre estoy donde no tengo que estar; donde no importo.
La invisibilidad del ser maduro convertido en nada.
Lo fútil como un todo ordinario.
Ni siquiera tengo un hijo.
Y aun así convencí al profesor para que viniera.
Sólo quería hablar con él.
Y le golpeé, le destrocé un ojo.
Lo pagué con él.
Mi frustración, ya sabes. El no ser cuando se es.
Podrías haber sido tú. O mejor, podría haber sido yo.
El hombre del pasillo espera, pero no sé a qué.
Me doy la vuelta, cierro los ojos,
aprieto las piernas y ahogo al enano.
Todo eso en menos de cinco segundos.
Es mejor seguir soñando que nada de esto ha sucedido.

martes, 14 de enero de 2020

Anatema

Es probable que lo que menos soporte de mi amigo sea su forma de comer; ese ruido desagradable que sale de su boca al masticar está consiguiendo que me ponga de los nervios. Puede que el problema sea mío, que en realidad no sea para tanto y le esté dando más importancia de la que en realidad tiene. Asumo mi responsabilidad, pero, de verdad, no lo aguanto. Esa forma de masticar con la boca abierta, enseñando cada uno de los pedazos de pitanza triturada por sus dientes, me crispa de tal forma que me alejo por completo de la conversación. Sólo quiero, deseo, que la comida a la que con tanta insistencia me ha invitado en este modesto restaurante se termine cuanto antes. Yo, por mi parte, soy incapaz de tragar nada más. El sonido que su boca desprende ha conseguido revolverme el estómago. Y eso que todos los platos que nos han servido han resultado deliciosos. Pero no puedo, es superior a mis fuerzas. Le observo, estudio en silencio sus movimientos, y no puedo sentir otra cosa que asco. Atrás quedaron aquellos años de la niñez en los que le conocí y nos hicimos inseparables. Hoy, cuarenta años después, y tras un periodo en el que por razones diversas nuestra amistad se distanció, nos hemos vuelto a reunir. Él no deja de hablar de cosas más o menos intranscendentes, mientras que yo permanezco callado y escucho con atención el sonido que hace al masticar. Brindamos. Un leve respiro antes de que vuelva a meterse un trozo de carne en la boca. Por nosotros.
“Tengo grandes planes… Voy a hacer lo que siempre quise hacer… ¿Recuerdas?”
Recuerdo que una vez me confesó que había visto las tetas de mi hermana de una manera fortuita. No lo dijo con vergüenza, sino jactándose de ello. Creo que intentaba causarme algún tipo de dolor o daño. Lo consiguió. Teníamos trece años. Le odié por ello. Incluso odié a mi hermana por haber sido tan descuidada con su desnudez. Intuí que ella sería el centro de sus fantasías onanistas y deseé hundir el puño en la cara de mi amigo con todas mis fuerzas. Me contuve. Si lo hubiese hecho nuestra amistad y, con total seguridad, la del resto de mis amigos se habría esfumado. Me habría visto solo, cosa que, con el paso del tiempo, no considero tan grave. Pero en aquellos momentos todo era un mundo. Oí avergonzado las risas perversas de aquellos chicos que estaban siendo testigos de su horrible confesión y de mi propia humillación. Solo quería morirme. No tuve valor para decir o hacer nada.
“Te veo muy bien… No tan bien como esperaba, pero, oye, te conservas casi tan joven como yo… Será que te vas de putas, ¿eh?… ¿Te vas de putas?... Podríamos irnos después a dar una vuelta… Pago yo… Tranquilo… Ya sé que no estás muy bien de dinero… Nos vamos de putas y ya está… Decidido… De putas…”
Vuelve a levantar la copa de vino y brindamos. Por nosotros y por las putas. Todas las mujeres, todas putas. Incluida mi hermana. Otro pedazo de comida que entra con descaro en su sucia boca. Mastica y escupe chasquidos y trozos de comida mientras habla.
“Como en los viejos tiempos… ¿Recuerdas?”
Recuerdo que siempre pensó que era inferior a él, que no valía nada a su lado. En realidad, no dejaba de tener cierta razón. Nunca he sido gran cosa. Recuerdo que una vez me quitó la novia y lo justificó diciendo que él era más guapo que yo. Sonreía como sonríe ahora.
Me gustaría clavarle unas tijeras en el cuello.
Acabar con él y con ese asqueroso sonido que surge de su boca y que es del todo insoportable.
Pero no tengo unas tijeras.
Sólo tengo cuchillos.
No tengo tijeras.
Podría clavarle un cuchillo, pero no es lo mismo.
Las tijeras tienen un aspecto más amenazador que un simple cuchillo de cocina.
Un cuchillo de cocina manchado de salsa.
“¿Qué pasó con tu mujer?... ¿Te dejó?... ¿En serio te dejó?... No me extrañaría que se hubiera liado con otro… Menuda zorra…”
Quiero que termine la comida cuanto antes. No puedo soportarlo más. Su presencia y el ruido que mete al comer están sacando lo peor de mí. Ahora comprendo por qué me distancié de él. Nunca fue mi amigo. Se hacía llamar así, pero nunca lo fue. Después de todos estos años, en ningún momento hubo una verdadera amistad. Ni siquiera al principio, cuando aún éramos niños. Podría haberme ahorrado todo este tiempo a su lado. Podría haber sido otra persona. Podría no haber sufrido tanto.
Se oyen gritos provenientes de la calle. Todas las personas que hay en el restaurante giran sus sorprendidas cabezas hacia la cristalera, incluido yo. Veo a gente correr asustada, huir mientras lanzan alaridos de terror. Una mujer cae al suelo. Un joven armado con una pistola dispara a todo aquello que se cruza en su camino. Su paso es lento, pero sus movimientos son ágiles y rápidos. Tiene buena puntería. Un hombre es abatido de un disparo en la sien. La gente que está dentro del restaurante grita horrorizada.
“Pero ¿qué cojones…?”, comenta mi amigo con toda la boca llena de comida hecha puré.
No lo soporto más.
Agarro el cuchillo.
No tengo tijeras, pero agarro el cuchillo.
Hubiera preferido las tijeras, pero cojo el cuchillo.
El cuchillo manchado de salsa.
Tan cutre como eso.
Tan mezquino.
Levanto el cuchillo.
Hubiera preferido las tijeras.
Levanto el cuchillo.
Mi amigo observa aterrado como el joven de fuera acaba con la vida de una anciana.
Levanto el cuchillo y lo hundo con saña en su cuello.
Hubiera preferido unas tijeras.
Clavo el cuchillo en su cuello.
Le corto la vena. Secciono su vena.
La yugular.
Su boca se llena de sangre y comida.
Todo se vuelve rojo.
Rojo y violento.
Aun así, sigue masticando.
El asqueroso continúa rumiando.
Y haciendo ruido.
Mucho ruido.
Más que antes.
Hubiera preferido unas tijeras, pero ya las traeré la próxima vez.
Por las tetas de mi hermana.
Y por las de mi madre.
Y por las de toda mi familia.
Por mis propias tetas.
“Por nosotros y por las putas”.
Alza la copa de vino.
Estoy harto de tanto brindis.
Bebemos.
Los gritos han dado paso al silencio.
En la calle no hay nadie.
En mi cabeza todo está lleno.
La próxima vez traeré unas tijeras.
Y entonces, solo entonces, habré terminado con nuestra vieja amistad de una vez por todas.
Si puedo.

viernes, 10 de enero de 2020

Es de noche

A las cinco de la mañana, como cada sábado desde que tengo uso de razón, mi padre me despierta con la excusa de querer ir al campo a pescar. Estoy tan acostumbrado a esta especie de rito paterno filial que apenas me molesta madrugar, aunque eso suponga la interrupción de algún sueño erótico preadolescente. Es verdad que en las últimas semanas me cuesta más de lo habitual. Será que me estoy haciendo mayor. Alargo abatido el tiempo en la cama mientras mi padre me observa desde el marco de la puerta de mi habitación con una sonrisa torcida y la mirada perdida. Me incorporo y me siento en la cama con los párpados aún pegados. Bostezo. Mi padre dice algo. No le oigo. Vuelve a decir algo. Ahora le he oído, pero no le hago caso. Cierra la puerta de la habitación con un fuerte portazo. La casa entera parece temblar. Me asusto. Doy un respingo. No hay nadie. Me levanto de la cama. Me vuelvo a sentar. Quizá sea mejor salir y ver qué pasa. Me levanto de nuevo. La noche se extiende oscura y fría más allá del cristal empañado de la ventana. Imposible ver nada. Me calzo las zapatillas. Tengo los pies congelados. Me pongo la bata y camino hasta la puerta. No se oye nada. Cuando salgo de la habitación sólo veo el pasillo oscuro que conduce a los demás aposentos. Ninguna luz encendida. ¿Dónde está mi padre? Mi padre… ¿Dónde estará? Me dirijo a su habitación. ¿Me esperará? La puerta está abierta y la luz apagada. No se oye nada. No hay luz. Mi madre… No oigo a mi madre. ¿Me abrazas? Tanteo la pared del pasillo hasta que encuentro el interruptor. Lo pulso con cuidado, sin hacer ruido. Ruido… No se oye nada.  Cuando enciendo la luz del pasillo veo su habitación completamente vacía. No hay nadie, ni siquiera muebles. Un habitáculo del todo diáfano. Se han ido, pero están aquí. Sé que están aquí. He visto a mi padre. He oído el portazo. La casa entera se ha venido abajo, paredes incluidas. Están aquí, pero se han ido. No hay nadie en casa. Puede que ni yo esté aquí. ¿Hay alguien en la cocina? No oigo nada. Estaré soñando, pero estoy muy despierto. No duermo desde hace tiempo. Me voy a la cocina. Enciendo la luz parpadeante del fluorescente. Tengo frío. Abro la nevera y saco la leche. Tendré que desayunar algo si quiero aguantar todo el día despierto. Es lo que intento. Un vaso de leche vacío. Una nevera que no está. Me siento ante la mesa de formica verde, pero no hay nadie. Acaricio mi barbilla grisácea y me rasco los testículos. Estoy cansado, pero no de sueño. Estoy cansado de vivir; de levantarme cada mañana y no ver a nadie, aunque sé que todos ellos están. Todo el mundo está aquí, en esta casa, escondidos en las habitaciones y debajo de las camas. A veces me encuentro piezas dentales en la alfombra y no son mías. Estoy convencido de que no son mías. Lo habría notado. Sí, estoy cansado de que todos se hayan ido y no hayan comprado ni leche. La nevera vacía, apagada. La casa sin paredes. No hay música en el ambiente. No se oye nada. Tal vez esté muerto, pero no lo sé. Desconozco la edad que tengo. Soy un señor mayor. No oigo a mi madre. Era un señor mayor. Mi padre… ¿Por qué se habrá enfadado? Sé que quiso decirme algo, pero de su boca no salieron las palabras. Al menos no las recuerdo. Hace mucho tiempo que no oigo nada, que no duermo nada, que no soy nada. Sólo soy una sombra efímera escondida en una vieja casa que se comió a sus habitantes y sus recuerdos. No soy nadie. No hay nadie.

Como cada sábado desde que tengo uso de razón, mi padre me despierta de madrugada para violarme.

jueves, 9 de enero de 2020

A un premio literario


No digo porque no hago. Es así de simple. Podría explicarlo, podría extenderme más, pero no quiero. No quiero porque no mato ni me suicido. Es tan sencillo como eso. Como eso es cualquier cosa, incluso lo que no vemos y creemos que es cierto. Puedo olerlo. Tu coño. Rancio como un queso mohoso que deja escapar su flujo envenenado por los agujeros del subconsciente. El mío, el del más allá. Cuando los dedos duelen es que las historias fluyen. Pero no voy a contar más cuentos que nadie quiere escuchar. A ti no. Quédate con tus mierdas de la guerra, la preguerra y la posguerra. Yo prefiero esconder la cabeza en un agujero de la pared y cantar cada vez que sean las dos en punto. Mientras, me masturbo, y utilizo tus páginas afiladas para limpiar mi semen caducado en pos de una buena literatura. La que tú haces. Sólo tú. Tú y algunos más. Porque no hay nada mejor que ser el elegido y hablar de cosas sin hablar de ellas, engordando las branquias alógenas de tanto admirado comentario. Me voy a cenar solo porque no quiero verte. Si te veo, me desmayo. Si te oigo, el estómago me estalla en úlceras sangrantes que despiden flatulencias del sinsentido. No me río contigo, no me río de ti. ¿Quieres cenar conmigo? Ni siquiera me conoces. Sólo sabes que no soy nada, nadie. No deberías cenar conmigo, tal vez frente a mí. Entonces, las llamas arderán en contra de la mística. Pediremos puré de testículos de cerdo con crema agria y hablaremos del poder editorial para financiar cerebros vacíos y sonrisas vacuas. Conozco el lugar perfecto: cálido, tranquilo y acogedor. También podríamos hablar de tu abuela, de la próxima mentira que tendrás que contar para que te firmen cheques en blanco. De la guerra. Háblame de la guerra, esa que ni tus padres vivieron. Cuéntame cómo fue. Podría hablarte de un asesinato y dejar caer, por cierto, la cabeza sobre el plato de codornices estofadas con mermelada de frutos rojos que nos han servido. Podría hacerlo. Y enseñarte el culo. Lo hago de forma habitual, sobre todo cuando estoy borracho, que últimamente son todos los días. No te enseñaría más, a no ser que me lo pidieras. No me importa desnudarme en público. Podría aderezar el arroz con leche con vello púbico canoso. Ya soy perro viejo y estoy listo para inmolarme. No tengo nada que perder, a diferencia de ti. Pienso muy a menudo en el suicidio. No es algo nuevo, aunque en estos momentos el tedio de vivir se está haciendo insoportable. Sé que no te importa, que ni siquiera soy una estadística. Sólo fui lo que creí ser, hasta que alguien me vomitó. Qué bonito final para alguien que nació muerto. No digas más. Permanece en silencio en mi imaginación cesada. No quiero seguir, no puedo seguir, pero he de seguir. Todo es palabra. Será mejor mostrarte otra cosa que no he de ignorar. Vienes, he venido. Han regresado las letras que tratas de matar hoy en el tiempo. Quiero mostrarte mi habitual disfraz de payaso que intenta ser como tú. Sin ser tú. No quiero ser como tú. Quiero ser él. Siempre quise ser él. Ahora, es mejor que me calle

Enfermedad

  Ahora que tu vagina sangra he de decirte que te quiero y mientras el mundo explota a nuestro alrededor se me encharca el cerebro con imá...