viernes, 10 de enero de 2020

Es de noche

A las cinco de la mañana, como cada sábado desde que tengo uso de razón, mi padre me despierta con la excusa de querer ir al campo a pescar. Estoy tan acostumbrado a esta especie de rito paterno filial que apenas me molesta madrugar, aunque eso suponga la interrupción de algún sueño erótico preadolescente. Es verdad que en las últimas semanas me cuesta más de lo habitual. Será que me estoy haciendo mayor. Alargo abatido el tiempo en la cama mientras mi padre me observa desde el marco de la puerta de mi habitación con una sonrisa torcida y la mirada perdida. Me incorporo y me siento en la cama con los párpados aún pegados. Bostezo. Mi padre dice algo. No le oigo. Vuelve a decir algo. Ahora le he oído, pero no le hago caso. Cierra la puerta de la habitación con un fuerte portazo. La casa entera parece temblar. Me asusto. Doy un respingo. No hay nadie. Me levanto de la cama. Me vuelvo a sentar. Quizá sea mejor salir y ver qué pasa. Me levanto de nuevo. La noche se extiende oscura y fría más allá del cristal empañado de la ventana. Imposible ver nada. Me calzo las zapatillas. Tengo los pies congelados. Me pongo la bata y camino hasta la puerta. No se oye nada. Cuando salgo de la habitación sólo veo el pasillo oscuro que conduce a los demás aposentos. Ninguna luz encendida. ¿Dónde está mi padre? Mi padre… ¿Dónde estará? Me dirijo a su habitación. ¿Me esperará? La puerta está abierta y la luz apagada. No se oye nada. No hay luz. Mi madre… No oigo a mi madre. ¿Me abrazas? Tanteo la pared del pasillo hasta que encuentro el interruptor. Lo pulso con cuidado, sin hacer ruido. Ruido… No se oye nada.  Cuando enciendo la luz del pasillo veo su habitación completamente vacía. No hay nadie, ni siquiera muebles. Un habitáculo del todo diáfano. Se han ido, pero están aquí. Sé que están aquí. He visto a mi padre. He oído el portazo. La casa entera se ha venido abajo, paredes incluidas. Están aquí, pero se han ido. No hay nadie en casa. Puede que ni yo esté aquí. ¿Hay alguien en la cocina? No oigo nada. Estaré soñando, pero estoy muy despierto. No duermo desde hace tiempo. Me voy a la cocina. Enciendo la luz parpadeante del fluorescente. Tengo frío. Abro la nevera y saco la leche. Tendré que desayunar algo si quiero aguantar todo el día despierto. Es lo que intento. Un vaso de leche vacío. Una nevera que no está. Me siento ante la mesa de formica verde, pero no hay nadie. Acaricio mi barbilla grisácea y me rasco los testículos. Estoy cansado, pero no de sueño. Estoy cansado de vivir; de levantarme cada mañana y no ver a nadie, aunque sé que todos ellos están. Todo el mundo está aquí, en esta casa, escondidos en las habitaciones y debajo de las camas. A veces me encuentro piezas dentales en la alfombra y no son mías. Estoy convencido de que no son mías. Lo habría notado. Sí, estoy cansado de que todos se hayan ido y no hayan comprado ni leche. La nevera vacía, apagada. La casa sin paredes. No hay música en el ambiente. No se oye nada. Tal vez esté muerto, pero no lo sé. Desconozco la edad que tengo. Soy un señor mayor. No oigo a mi madre. Era un señor mayor. Mi padre… ¿Por qué se habrá enfadado? Sé que quiso decirme algo, pero de su boca no salieron las palabras. Al menos no las recuerdo. Hace mucho tiempo que no oigo nada, que no duermo nada, que no soy nada. Sólo soy una sombra efímera escondida en una vieja casa que se comió a sus habitantes y sus recuerdos. No soy nadie. No hay nadie.

Como cada sábado desde que tengo uso de razón, mi padre me despierta de madrugada para violarme.

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