martes, 14 de enero de 2020

Anatema

Es probable que lo que menos soporte de mi amigo sea su forma de comer; ese ruido desagradable que sale de su boca al masticar está consiguiendo que me ponga de los nervios. Puede que el problema sea mío, que en realidad no sea para tanto y le esté dando más importancia de la que en realidad tiene. Asumo mi responsabilidad, pero, de verdad, no lo aguanto. Esa forma de masticar con la boca abierta, enseñando cada uno de los pedazos de pitanza triturada por sus dientes, me crispa de tal forma que me alejo por completo de la conversación. Sólo quiero, deseo, que la comida a la que con tanta insistencia me ha invitado en este modesto restaurante se termine cuanto antes. Yo, por mi parte, soy incapaz de tragar nada más. El sonido que su boca desprende ha conseguido revolverme el estómago. Y eso que todos los platos que nos han servido han resultado deliciosos. Pero no puedo, es superior a mis fuerzas. Le observo, estudio en silencio sus movimientos, y no puedo sentir otra cosa que asco. Atrás quedaron aquellos años de la niñez en los que le conocí y nos hicimos inseparables. Hoy, cuarenta años después, y tras un periodo en el que por razones diversas nuestra amistad se distanció, nos hemos vuelto a reunir. Él no deja de hablar de cosas más o menos intranscendentes, mientras que yo permanezco callado y escucho con atención el sonido que hace al masticar. Brindamos. Un leve respiro antes de que vuelva a meterse un trozo de carne en la boca. Por nosotros.
“Tengo grandes planes… Voy a hacer lo que siempre quise hacer… ¿Recuerdas?”
Recuerdo que una vez me confesó que había visto las tetas de mi hermana de una manera fortuita. No lo dijo con vergüenza, sino jactándose de ello. Creo que intentaba causarme algún tipo de dolor o daño. Lo consiguió. Teníamos trece años. Le odié por ello. Incluso odié a mi hermana por haber sido tan descuidada con su desnudez. Intuí que ella sería el centro de sus fantasías onanistas y deseé hundir el puño en la cara de mi amigo con todas mis fuerzas. Me contuve. Si lo hubiese hecho nuestra amistad y, con total seguridad, la del resto de mis amigos se habría esfumado. Me habría visto solo, cosa que, con el paso del tiempo, no considero tan grave. Pero en aquellos momentos todo era un mundo. Oí avergonzado las risas perversas de aquellos chicos que estaban siendo testigos de su horrible confesión y de mi propia humillación. Solo quería morirme. No tuve valor para decir o hacer nada.
“Te veo muy bien… No tan bien como esperaba, pero, oye, te conservas casi tan joven como yo… Será que te vas de putas, ¿eh?… ¿Te vas de putas?... Podríamos irnos después a dar una vuelta… Pago yo… Tranquilo… Ya sé que no estás muy bien de dinero… Nos vamos de putas y ya está… Decidido… De putas…”
Vuelve a levantar la copa de vino y brindamos. Por nosotros y por las putas. Todas las mujeres, todas putas. Incluida mi hermana. Otro pedazo de comida que entra con descaro en su sucia boca. Mastica y escupe chasquidos y trozos de comida mientras habla.
“Como en los viejos tiempos… ¿Recuerdas?”
Recuerdo que siempre pensó que era inferior a él, que no valía nada a su lado. En realidad, no dejaba de tener cierta razón. Nunca he sido gran cosa. Recuerdo que una vez me quitó la novia y lo justificó diciendo que él era más guapo que yo. Sonreía como sonríe ahora.
Me gustaría clavarle unas tijeras en el cuello.
Acabar con él y con ese asqueroso sonido que surge de su boca y que es del todo insoportable.
Pero no tengo unas tijeras.
Sólo tengo cuchillos.
No tengo tijeras.
Podría clavarle un cuchillo, pero no es lo mismo.
Las tijeras tienen un aspecto más amenazador que un simple cuchillo de cocina.
Un cuchillo de cocina manchado de salsa.
“¿Qué pasó con tu mujer?... ¿Te dejó?... ¿En serio te dejó?... No me extrañaría que se hubiera liado con otro… Menuda zorra…”
Quiero que termine la comida cuanto antes. No puedo soportarlo más. Su presencia y el ruido que mete al comer están sacando lo peor de mí. Ahora comprendo por qué me distancié de él. Nunca fue mi amigo. Se hacía llamar así, pero nunca lo fue. Después de todos estos años, en ningún momento hubo una verdadera amistad. Ni siquiera al principio, cuando aún éramos niños. Podría haberme ahorrado todo este tiempo a su lado. Podría haber sido otra persona. Podría no haber sufrido tanto.
Se oyen gritos provenientes de la calle. Todas las personas que hay en el restaurante giran sus sorprendidas cabezas hacia la cristalera, incluido yo. Veo a gente correr asustada, huir mientras lanzan alaridos de terror. Una mujer cae al suelo. Un joven armado con una pistola dispara a todo aquello que se cruza en su camino. Su paso es lento, pero sus movimientos son ágiles y rápidos. Tiene buena puntería. Un hombre es abatido de un disparo en la sien. La gente que está dentro del restaurante grita horrorizada.
“Pero ¿qué cojones…?”, comenta mi amigo con toda la boca llena de comida hecha puré.
No lo soporto más.
Agarro el cuchillo.
No tengo tijeras, pero agarro el cuchillo.
Hubiera preferido las tijeras, pero cojo el cuchillo.
El cuchillo manchado de salsa.
Tan cutre como eso.
Tan mezquino.
Levanto el cuchillo.
Hubiera preferido las tijeras.
Levanto el cuchillo.
Mi amigo observa aterrado como el joven de fuera acaba con la vida de una anciana.
Levanto el cuchillo y lo hundo con saña en su cuello.
Hubiera preferido unas tijeras.
Clavo el cuchillo en su cuello.
Le corto la vena. Secciono su vena.
La yugular.
Su boca se llena de sangre y comida.
Todo se vuelve rojo.
Rojo y violento.
Aun así, sigue masticando.
El asqueroso continúa rumiando.
Y haciendo ruido.
Mucho ruido.
Más que antes.
Hubiera preferido unas tijeras, pero ya las traeré la próxima vez.
Por las tetas de mi hermana.
Y por las de mi madre.
Y por las de toda mi familia.
Por mis propias tetas.
“Por nosotros y por las putas”.
Alza la copa de vino.
Estoy harto de tanto brindis.
Bebemos.
Los gritos han dado paso al silencio.
En la calle no hay nadie.
En mi cabeza todo está lleno.
La próxima vez traeré unas tijeras.
Y entonces, solo entonces, habré terminado con nuestra vieja amistad de una vez por todas.
Si puedo.

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