lunes, 12 de abril de 2021

El ojo de Joyce

 


La colilla del cigarro rebota en las escaleras y baja a la par que mis pasos hacia el infierno. No me siento bien. Me duele el estómago, me va a estallar la cabeza. El ojo, como en días anteriores, sufre extraños pinchazos que normalmente achaco al cansancio. Pero es cierto que muchas veces pienso que debo tener un glaucoma o algo parecido ramificándose en mi globo ocular. Y me veo como Joyce, con ese parche negro cubriendo el ojo que desapareció. Palabras, palabras, palabras vacías, sin sentido. No encuentro las adecuadas para las ideas que fermentan en mi cerebro día tras día, hora tras hora. Me freno. Entro con cierta tranquilidad en casa, pero con el peso de mi existencia sobre mis hombros muertos. Entonces se me presenta delante el mayor de mis hijos con rostro compungido. Comprendo que algo malo ha hecho y que debe decírmelo. De lo que no estoy tan seguro es de querer saberlo. No me apetece sentirme el ogro de nuevo, ni apelar a su escaso sentido común otra vez. Ni siquiera me apetece respirar. ¿Qué puedo hacer?  Siento el hastío existencial pegar dentelladas sangrientas a mi espíritu abatido. Y no puedo huir, correr, salir tan rápido de aquí como me fuera posible. He de oír aquello que mi hijo tiene que decirme, aunque la náusea se eleve por mi garganta e inunde de ácidos el aliento malsano de mi boca. ¿Cuánto tiempo me queda hasta quedarme tuerto y dejar un tremendo vacío en la cuenca de mi ojo? Mi hijo me explica que ha robado algo en la tienda de la esquina y que le han pillado. Un perfume que quería regalarle a su madre. Ridículo. No ha pensado en su madre ni un solo día de su existencia. Yo tampoco. Le digo que él se lo ha buscado, que nada puedo hacer. Me comenta que el hombre de la tienda reclama el dinero del perfume y que si no lo pago, le denunciará. Me encojo de hombros. No puedo seguir escuchando tonterías después de haber estado todo el día en la zapatería probando todo tipo de calzado a señoras anónimas. Pies desnudos, callosos, llenos de heridas, sudados, feos, hinchados, olorosos, agrietados, amarillos, desechos. Y el ojo doliéndome, presionando en su cuenca oscura la palpitación de la enfermedad. Sigo mi camino hasta el sofá. Nada de gritos esta vez. No me apetece. Estoy harto de ser el malo de la película. Mi hijo mayor me observa y me maldice por no solucionar sus problemas. El otro, el pequeño, estará por ahí, masturbándose compulsivamente. Desde que ha cumplido los doce años no para de hacerlo. Me asquea pensar en ello. Yo también lo hacía a su edad, pero no dejaba tantas pistas como él. Al menos cerraba la puerta de la habitación. Me siento y me llevo las manos a la cabeza. No soporto esta jaqueca; no aguanto mi vida. Y no hay solución alguna. La casa está en silencio, pese a que todos están en ella. Mi hijo mayor permanece de pie, apartado, esperando una solución que no estoy dispuesto a darle. Al menos no de momento. No tengo palabras de consuelo para él. No tengo palabras. Las palabras… Esas malditas palabras que se niegan a salir mientras el glaucoma de mi ojo izquierdo me advierte que en pocos años llevaré un parche tan negro como el futuro que se me presenta y el pasado que se aleja. Si es que es un glaucoma y no algo peor. ¿Qué podría ser? ¿Un tumor cerebral? ¿Te duele el ojo por un tumor cerebral? Tendré que consultarlo. Pienso… Me enciendo un cigarrillo creyéndome una vieja estrella del cine en un decorado de cartón piedra. Sólo espero que la película esté a punto de terminar. Me llaman para cenar. Tal vez el olor a podrido que sale de la cocina, como a verdura lavada con agua del váter, consiga sacarme de mis pensamientos autodestructivos y pueda dormir tranquilo esta noche. Siempre y cuando no sueñe con el ojo de Joyce y sus frases perfectas.

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