domingo, 17 de mayo de 2020

El primer día





Me desperté a las cuatro o cinco de la mañana con un terrible dolor de estómago. Apenas podía moverme del sufrimiento que padecía. La oscuridad que me rodeaba no ayudó a calmarme. Me sentí perplejo ante ese espantoso padecimiento. He sufrido dolores parecidos, pero jamás como aquel. Creí que me moría, que el estómago me ardía y sangraba a partes iguales. Me incorporé como pude. Salí de la cama y me puse de pie. Me dirigí al servicio para ver si de alguna forma podía sacar todo aquel dolor. Por arriba o por abajo. Hubiese dado lo mismo. Pero nada, fue imposible. Volví a la habitación y los pinchazos, como hierros candentes, se intensificaron en las paredes mucosas de mi estómago. Me vestí como pude. Me puse unos viejos vaqueros y la primera sudadera que encontré en el armario. En ese momento se despertó mi mujer. Me preguntó con voz adormilada que qué me pasaba. Le conté como pude y a grandes rasgos lo que sucedía, y que me iba a urgencias. Me preguntó si quería que me llevase. Intuí que no le hacía ninguna gracia tener que hacerlo. Le dije que no, que no se preocupara. Se dio la vuelta y siguió durmiendo. Me irritó la calma con la que se tomó el asunto, pero no me sorprendió. Salí de la habitación sin hacer demasiado ruido, cogí las llaves y abandoné el piso con el cuerpo doblado por el dolor.
Las calles se presentaban ante mí tan vacías que daban miedo. Urgencias no estaba demasiado lejos de mi casa, pero no me atraía demasiado la idea de andar por aquellas aceras desiertas. Los semáforos parpadeaban en silencio, y ningún coche hizo acto de presencia. Era como si solo existiera yo en el mundo. Parecía un mal sueño, pero el dolor de estómago me indicaba que aquello no era ningún tipo de ensoñación. Apreté el paso todo lo que pude, que no era mucho ni muy rápido, y pasé mis brazos alrededor de mi estómago con la intención de mitigar el sufrimiento. No lo conseguí. Nadie se cruzó en mi camino. Los edificios observaban mi caminar errático en silencio, tal vez sorprendidos porque algún incauto anduviera por allí a esas horas. Todas las ventanas permanecían a oscuras. El mundo entero dormía y soñaba. Yo arrastraba mis pasos sin mayor compañía que mi propia respiración.
Llegué a urgencias. La puerta estaba cerrada. Había una luz tenue iluminando el interior, pero ni rastro de persona alguna. Me temí lo peor. Llamé al timbre. Nada. Volví a apretar el botón. Salió un hombre con cara de haber sido interrumpido en mitad de una ligera cabezada. Me preguntó qué quería. Le expliqué lo que me pasaba. Me hizo pasar y me dijo que esperase un momento. Dejé caer mi cuerpo sobre un asiento de plástico en completa soledad. Permanecí quieto, callado, bañado por aquella luz vaporosa que sin duda me daba un aspecto patético. Creo que nunca antes me había sentido tan solo, tan desamparado. Sentí lástima de mí mismo. Mi garganta se cerró y las manos comenzaron a temblarme. Los pensamientos iban y venían como explosiones de realidad en el cerebro. ¿Y si tenía algo grave? ¿Y si tenían que llevarme al hospital? ¿Y si me operaban a vida o muerte? ¿Cómo podía mi mujer dormir tranquilamente sabiendo que estaba en urgencias? ¿No le importaba lo más mínimo lo que me sucedía? El médico me llamó y pasé a su consulta. Me hizo tumbarme en la camilla. Me subí la sudadera y la camiseta sucia que llevaba debajo. Me apretó con sus dedos fríos y me encontré con el cosmos. El dolor era indescriptible. Dejó de palparme y me indicó que me levantara. “Son nervios”, dijo dándome la espalda. Sin duda estaba enfadado por haberle despertado para semejante tontería. “¿Nervios?”, dije yo. Me extendió una receta y me aconsejó que fuera a la farmacia de guardia más cercana. Se despidió de forma seca y me fui con un papel en la mano y un dolor punzante en el estómago. La única farmacia de guardia que conocía estaba bastante más lejos. Dudé en ir. Si sólo eran nervios, ya se pasarían. Pero necesitaba calmar el dolor cuanto antes y no me apetecía demasiado volver a casa. De alguna forma, aquella inmensa soledad que me rodeaba me ofrecía la paz que en esos momentos ansiaba. No sólo era preciso atemperar el dolor, sino también todos aquellos pensamientos que ardían y bullían en mi cabeza desde hacía unos días como una tortura sacada del medievo. Emprendí el camino hacia la farmacia de guardia y me sentí, de alguna forma, bien. Necesitaba aclarar las ideas. Nunca tuve mejor excusa para pasear a esas horas de la madrugada en completa soledad, si es que alguna vez la necesité. Me sentí el rey de un mundo que se derrumbaba por segundos. El miedo al futuro inmediato volvió a alojarse en mi interior. El estómago se quejó. Supe desde un principio la razón de mi dolencia, pero no lo quise ver.
No sé cuánto tardé en llegar a la farmacia. Nunca llevo reloj, por eso me resultó imposible calcular el tiempo. Tuve la sensación de que habían pasado horas, pero seguramente no llegó ni a los treinta minutos. Me atendió una mujer bastante amable en comparación con la sequedad humana que me había encontrado desde que me desperté aquella noche. Le di la receta, me dio una caja de pastillas y me indicó cada cuánto tiempo tenía que tomarlas. La sonrisa que me ofreció me reconcilió por un instante con el mundo. Dejé el dinero en el mostrador y me fui, no sin antes darle las gracias y despedirme. Volvía a estar en la calle. El cielo, aún oscuro, parecía haber cambiado de color. Oí el cantar de algunos pájaros madrugadores. Me sentí arropado. Ahora tenía que volver a casa y la perspectiva no me atraía demasiado. Caminé despacio. Observé con detalle todo lo que iba dejando atrás. Llené mis pulmones envejecidos por el tabaco con el aire puro y frío de una mañana de mayo. No me sentó bien. Encendí un cigarro y aspiré con profundidad toda la enfermedad que rasuraba mi esófago. Eso me hizo sentir mejor. El dolor de estómago ya no era tan pronunciado. Lo agradecí en silencio. No sonreí porque no había razón alguna para ello. En realidad debería haberme puesto a llorar como había hecho doce horas antes. Como un niño. La imagen se repetía constante en mi cabeza. Tumbado en la cama, llorando y maldiciendo sin poder controlarme. Continué mi paso, e incluso me desvié del camino más corto para tardar un poco más. El cielo comenzó a clarear. Parecía que incluso hacía más frío. Algunos bares abrieron los cierres y encendieron las luces. Ya no estaba solo en el mundo. Era testigo del nacimiento de un nuevo día. Un día que cambiaría mi vida.
Llegué a casa. El silencio fue el único en recibirme. La claridad entraba sin remedio por la ventana de la cocina. Cogí un vaso y lo llené de agua. Saqué una pastilla y me la tomé. El estómago no me dolía tanto, pero no fue por la medicina. Tiré el resto del agua. Mi hijo pequeño entró en la cocina todavía somnoliento. Me preguntó que qué hacía con su voz infantil y aguda. Su sonido me partió el alma. Le dije que si quería desayunar. Afirmó con la cabeza mientras se restregaba los ojos con el puño. Se fue al salón y encendió el televisor. Le observé con tristeza.
Unas horas después, su madre intentaba explicarle a él y a su hermano mayor que nos íbamos a separar y que ya no viviríamos juntos. No pude decir nada. Ni siquiera me despedí. Me levanté de la silla donde estaba sentado y salí de casa sin mirar atrás. Ahora me arrepiento. Deambulé por la ciudad como un borracho sin destino. Dejé pasar el tiempo, permití que me devorase. No sabía a dónde ir ni tampoco quería saberlo. Simplemente me dejé llevar. El dolor del estómago había desaparecido, pero el del corazón era insufrible. Cuando creí que había pasado el tiempo justo, regresé a casa. Ya no había nadie. Los tres se habían marchado. La casa estaba vacía de gente y repleta de recuerdos. Entré en la cocina. Vi los platos sucios que habían dejado después de comer. Me quedé observándolos durante unos instantes en completo silencio. Abrí el grifo del agua caliente y me puse a fregar. No lloré. O sí. O estaba tan muerto por dentro que ni siquiera supe si estaba vivo por fuera. Fregué aquellos platos que mi mujer ni siquiera se dignó a fregar. Como un regalo de despedida. Como un firma en mitad de la mierda. Los limpié en silencio, sin saber que no volvería a ver a ninguno de los tres nunca más.

2 comentarios:

rakel iberti dijo...

No sé si acierto en los recuerdos que me has traído a mi, cada día más maltrecha, memoria. Pero me alegra saber que la ficción que pueda arrastrar un poco de realidad haya quedado en un magnífico cuento que describe el sufrimiento que otros nos regalan y que terminamos por abandonar en una ficción lejana. Me encanta como has escrito siempre, aunque siempre consigas entristecerme. El caso es lograr hacer sentir a través de lo que se escribe, ¿el qué? es otra cuestión que poco o nada importa.

Óscar Varona dijo...

Hay un 99%. De realidad, de ficción? A quién le importa? Me alegro muchísimo de que te haya gustado. Ya lo sabes

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