miércoles, 18 de agosto de 2021

Un caballo, un imbécil

Caminaba absorto en mis pensamientos más abstractos, aquellos que no te llevan a ninguna parte y hacen de tu cerebro una masa gelatinosa informe que cambia continuamente de color, cuando ella se subió a mi espalda y clavó tan fuerte como pudo los tacones de sus zapatos en mis ingles. Gritó de forma alocada “arre” a los cuatro vientos. Fue tal mi sorpresa que ni siquiera me dio tiempo a pensar en lo que sucedía, de modo que agarré sus piernas con fuerza y aceleré el paso. Atravesamos callejuelas y parques infantiles, jardines y plazas. Pero aquella velocidad no parecía ser de su agrado. Golpeó sin miramientos mi cabeza con sus manos abiertas, tan fuerte que reconozco que me dejó más tonto de lo que ya estaba. Corrí como si la vida me fuese en ello, sin rumbo fijo, torciendo aquí, metiéndome allá, mientras su risa histérica parecía llenar el mundo entero y romper en mil pedazos las ventanas de los pisos por donde pasábamos. Comencé entonces a sudar como un auténtico puerco ante el esfuerzo realizado. Ella se percató de mi cansancio y tiró de mi quijada hacia atrás con la intención de frenarme. Me indicó un sitio a la sombra donde poder descansar. Se apeó de mi espalda y me propinó un par de toques suaves en la cabeza acompañados por un casto beso en la mejilla. Me fijé en ella y vi que era sencillamente hermosa. Ni siquiera pensé en las consecuencias, pero me prometí obedecer a todo lo que ella mandase con tal de permanecer a su lado. Podría haber elegido a cualquier otro, a alguien más fuerte, más apuesto, para cargar con su peso liviano por las miserables calles de esta ciudad. Pero me escogió a mí. ¡A mí!

Desapareció por una puerta entreabierta que había unos metros más abajo. En esos momentos podría haber huido y continuado con mi propia vida, con mis pensamientos abstractos que llenaban toda mi existencia, pero esperé. Era tal el sentimiento que tenía hacia ella. Y de repente, salió corriendo del mismo lugar por donde desapareció minutos antes, cargada con dos pesadas bolsas de plástico y disparando una pistola de agua que había llenado con cierto ácido o algún producto químico, según pude comprobar al caer un chorro del mismo sobre la cara de un hombre que la perseguía. Los gritos desgarrados del hombre reventaron mis oídos. Consiguió ponerme nervioso y que el miedo se alojase en mi estómago. La mujer se montó de nuevo en mi espalda con tal destreza que parecía que lo había estado haciendo durante toda su vida. “Deprisa, salgamos de aquí”, gritó en mi oreja, y puse en funcionamiento las piernas de tal modo que me sorprendió ver la velocidad que adquirían. Esas bolsas debían contener algo realmente valioso, pues pesaban como mil demonios. Los gritos del hombre se alejaron hasta apagarse del todo Me deslicé por las calles como si conociese al dedillo todo aquel barrio. La gente nos miraba sorprendida, sin comprender ni entender qué sucedía. Sí, era un imbécil, pero disfrutaba al sentir su entrepierna pegada a mi espalda y sus pies clavándose en mi bajo vientre. No me importaba el calor, apenas pensaba en él, ni en la gente, ni en el peso de aquellas dichosas bolsas. Tampoco me importaba el esfuerzo que estaba realizando, ni la sed o el cansancio que ya sufría. Habría seguido corriendo con ella a cuestas hasta los campos quemados que bordeaban la ciudad si no hubiese metido el pie en una alcantarilla abierta. Recuerdo que ella voló por encima de mí. Soltó las bolsas que la acompañaban, mientras mi pierna crujía por cuatro partes distintas. Una nube de dolor indescriptible cegó mi visión al instante. No podía moverme. Grité tan fuerte que mi garganta comenzó a sangrar poco antes de quedarme sin aire en los pulmones. Lloré de rabia, de impotencia, de dolor extremo. Ella se levantó del suelo y se acercó hasta donde yo estaba con las manos ligeramente magulladas y una tímida expresión de pena y congoja en su rostro. Yo no paraba de quejarme y de intentar permanecer lo más quieto posible pese al sufrimiento; el más mínimo movimiento de mi cuerpo significaba una explosión de dolor agudo en mi pierna. Fue entonces cuando ella sacó la pistola, pero una de verdad, no la de agua que había utilizado antes. Supuse que era auténtica por la forma y el color de la misma. La mujer soltó una pequeña lágrima y apuntó el arma a mi cabeza. Comprendí que era la mejor opción, la única salida, pues no podría volver a serle útil en sus próximos y futuros planes. “Lo siento”, dijo y apretó el gatillo. Recuerdo el eco del disparo multiplicarse en el aire y mi cabeza explotar en una nube roja poco antes de la más absoluta negrura; antes de perder para siempre su rostro en algún pensamiento abstracto que no me llevó a ninguna parte.

No hay comentarios:

Enfermedad

  Ahora que tu vagina sangra he de decirte que te quiero y mientras el mundo explota a nuestro alrededor se me encharca el cerebro con imá...