jueves, 19 de agosto de 2021

La hora del té

 

Todos los días solía tomar el té con mi querido amigo K. Era una tradición que se alargaba en el tiempo y que en muy contadas ocasiones habíamos tenido que posponer por alguna razón de peso. Se había convertido en algo tan intrínseco en nuestras vidas como el mero hecho de respirar. Nunca, al menos yo, nos habíamos planteado el dejar de asistir a nuestro encuentro con un buen té y una charla amena con alguien al que siempre había considerado como una especie de hermano.

            K. y yo nos conocíamos desde siempre, desde que éramos unos críos y nuestras madres nos llevaban al mismo colegio. No consigo recordar un solo día en mi vida en el que no haya estado a mi lado. Juntos comenzamos a fumar a la tierna edad de nueve años, y juntos  perdimos nuestra virginidad con la misma prostituta a la que pagamos con el primer sueldo que ganamos como mozos de almacén. Nuestros derroteros  se fueron separando conforme fuimos creciendo.Cada uno tiró por un camino profesional totalmente diferente al del otro. Yo me casé, K. no. Tuve un par de hijos, más otro que murió cuando apenas tenía un mes de vida. K. permaneció solo, aislado en aquella casa victoriana donde escribía los libros que todo el mundo leía y comentaba. Era un hombre de éxito, pero eso nunca le afectó lo más mínimo. Siempre fue el sencillo chico de barrio que había conocido tiempo atrás.

            Nos citábamos cada día en su casa. Tampoco recuerdo desde cuándo se instauró esa costumbre de tomar el té y aprovechar para vernos y charlar de lo bello y lo divino. Quizá siempre fue así. Mi memoria es realmente mala. Su mayordomo, un hombre de edad avanzada y rostro enjuto, aparte de recibirme siempre con una amable sonrisa, nos tenía preparado puntualmente un exquisito té que mi amigo se encargaba personalmente de comprar en las mejores tiendas de la ciudad. Nos podíamos pasar horas hablando, repasando nuestras vidas, criticando a aquellos a los que siempre habíamos odiado, o haciendo sencillos y desenfadados análisis de la situación política y social del momento. A veces reíamos y otras nos limitábamos a beber el té sin cruzar más de dos frases. En esos momentos, mi amigo sabía que lo más conveniente era interpretar alguna pieza musical en el piano, mientras yo me dejaba llevar por esas evocadoras notas.

            Han sido muchos años juntos. Toda una vida. Habíamos llegado a tal punto de amistad y compenetración que con sólo una mirada sabíamos lo que estaba pensando el otro. Por eso me negué a creer en un principio que tuviese algo que ver con el cadáver del niño que apareció enterrado en su jardín una fría mañana de marzo. Las fuertes lluvias de los días anteriores habían corrido la tierra y hecho emerger la mano del muchacho como si de una macabra flor se tratase. Fue un vecino el que se dio cuenta del hallazgo y llamó rápidamente a la policía, la cual, tras detener a mi amigo, comenzó a excavar  en el jardín en busca de más cadáveres. Muchos curiosos y morbosos se dieron cita allí para ver in situ la labor policial y apaciguar sus retorcidas mentes con alguna visión truculenta. Aparte de aquel muchacho cuya mano indicó el lugar donde había sido enterrado, se hallaron otros dieciseis cadáveres, todos de niños y niñas que no pasaban de los quince años y en diferentes grados de descomposición. Según se desprende de la posterior declaración de mi amigo y de los ulteriores exámenes forenses, K. había abusado de cada uno de aquellos niños antes y después de asesinarlos. A algunos les había cortado la cabeza, conservándola durante un par de días para macabros juegos sexuales que no me atrevo a relatar. A otros les faltaban pedazos de carne de las nalgas, los muslos, e incluso algunos órganos internos que, según K., habían servido de ingrediente principal para cocinar exquisitos platos. Todas sus víctimas habían sufrido las más crueles de las torturas poco antes de ser asesinados de diferentes formas y estilos.

            El país entero se horrorizó ante los detalles del caso que día tras día se publicaban en los distintos periódicos. Ninguno de ellos se ahorró la más sangrienta y pormenorizada de las filtraciones provenientes de las declaraciones de K. y de la investigación policial.

            Me costó entonces creer, y aún hoy me resulta difícil hacerlo, que mi amigo, mi gran amigo, aquel al que había considerado como mi hermano y con el que había compartido toda mi vida, fuese el autor de tan atroces y horribles crímenes.

            La última vez que le vi, salía del juzgado acompañado de diez policías que custodiaban su seguridad. Eran muchos los que se agolpaban para ver la cara del criminal más infame del país, y algunos pedían a gritos su cabeza. Yo fui sin ninguna razón aparente, tal vez para cerciorarme de que aquello no era un mal sueño. Sé que me vio, que nuestras miradas se cruzaron durante unas milésimas de segundo, pero en aquel momento fui incapaz de saber qué es lo que pasaba por su mente. Lo cierto es que, pese a nuestra cita diaria con el té y después de haber pasado toda mi vida a su lado, me di cuenta de que apenas conocía  a aquel hombre.

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