Hay un final para todo aquel que quiera suponerlo, siempre
hay un final, y es terrible sentir la mucosidad embadurnar los pulmones
calcificados de mi propio ambiente, “¡tú no eres Ismael!”, grita una mujer
mientras me apunta con un dedo tan fino
como una aguja de tejer, temo que vaya a matarme, tal es su expresión y sus
gritos desesperados, “¡tú no eres Ismael!”, grita y llora, llora y grita, y
tengo miedo por mi integridad física y mental, es entonces cuando desarrollo un psicofármaco que
consiga aliviar mis secreciones anales “¡ritmo!”, dice otro personaje metido en
mi cabeza, “¡es hora de bailar!”, yo sólo tengo ganas de vomitar hasta la
última gota de bilis que se aloja en mi frío cuerpo, asumiendo que toda esta
realidad va a ser imposible superarla, me digo que aún queda lo peor y que la
perspectiva de una muerte inmediata no se me antoja del todo desagradable, sino
como un camino por el que transitar sin miedo ni ningún tipo de problemas, sin
embargo, odio sentirme extraño y no controlar absolutamente nada de lo que
sucede a mi alrededor, es cierto, grito al notar la primera dentellada en mi
piel del insecto primigenio que intenta alimentarse de mi cuerpo, de mi carne,
me levanto como puedo y arrastro mis pies por el pavimento mojado hasta el
puerto, “¡tú no eres Ismael!”, vuelve a gritar la señora, su piel cuarteada
parece caerse de su rostro cadavérico y su voz aguardentosa se escapa por los
huecos vacíos de sus dientes invisibles, me alejo de ella tan rápido como
puedo, mientras ella sigue gritando “¡tú no eres Ismael!”, y me pregunto quién
es ese Ismael con el que en algún momento me han confundido, e incluso tengo
tiempo de apiadarme de él y de sentir lástima antes de caer en las frías y
oscuras aguas del puerto, me recompongo del susto pues resulta aterrador notar
cómo el suelo desaparece bajo tus pies sin esperarlo, nado hasta el muelle
donde atracan las barcas de los pescadores, la noche es tan oscura y espesa
como el agua que me cubre, la luz de una barquichuela me guía hasta ella, nado
como puedo y sin mucho estilo con las extremidades entumecidas por el frío, una
figura rechoncha y oscura se recorta encima de la barca esperándome con los
brazos en jarra, “¡arriba, marinero!”, dice al coger uno de mis brazos y
sacarme del agua con la fuerza de un dios oceánico, “arriba, Ismael”, susurra
cuando caigo abatido sobre el suelo de la barca, “yo no soy Ismael”, consigo
decir una vez repuesto, pero el rechoncho marinero ha encendido el motor de la
barca y ya no escucha ninguna de mis palabras impregnadas en salitre, sale del
puerto y se introduce mar adentro, “yo no soy Ismael”, vuelvo a decir para
tratar de convencerme de ello, “qué más da quién seas si ya estás muerto”, dice
el marinero antes de eructar una risotada que rompe el cielo oscuro, me acomodo
en el suelo de la barca y me dejo llevar, sabiendo que jamás regresaré.
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