Autoridad portuaria. Autorridad portuaria. Atrocidad
portoria. Autoridad puertopatria. Autoridad portuaria. Au… to… ri… dad…
portuaria. Portuaria. Autoridad portuaridad. Autoridad portuaria. Autordad por…
tu… aria… Autoridad portuaria. Autoridad portuaria. Autoridad portuaria. Auto…
¡Qué difícil es pronunciar ciertas palabras cuando uno está borracho! Auotidad
portodadia. Lo intento, lo voceo, oigo mi voz reverberar en las paredes de la
habitación, mientras ella, la mujer, me mira extrañada desde la cama. Está
sentada al borde del colchón, vestida únicamente con la ropa interior,
esperando a que algo suceda. Pero nada sucede. Puede que esté más bebida que
yo, que el alcohol ingerido le haya sentado peor que a mí, pero eso no importa.
Ya nada importa. Se la ve cansada, aburrida. Lanza un resoplido impaciente. Yo
sólo quiero que se vaya a su casa. Cuanto antes. No me apetece follar con ella,
con nadie. Es cierto, he sido yo quien se ha acercado a ella esta noche y quien
ha empezado una anodina conversación que ha desembocado en esto. ¿Qué es esto?
¿Qué hago aquí? Autoridad portuaria. Metacrilato. En realidad, ¿quién es ella?
Ni siquiera sé si existe, si lo que creo que está sucediendo, ocurre de verdad.
No sé si estamos los dos solos en esta habitación, en la antesala de lo que
podría ser un acto sexual aburrido y monótono. ¿Por qué me empeño en hacer lo
que la sociedad demanda? No me apetece follar con esta mujer, cuyo nombre he
olvidado hace un par de horas, cuando me dio dos besos a modo de presentación. “¿Por
qué no te desnudas?”, pregunta aburrida. Es verdad, estoy vestido, completamente
vestido y de pie frente a la ventana, observando la ciudad oscura de la que
intento escapar. ¿Por qué no me desnudo? ¿Por qué debería hacerlo? Esto no está
sucediendo. Sé que todo es producto de mi imaginación. Me lo he inventado para
masturbarme, pero la bebida me impide alcanzar una erección que se antoja
imposible. Nada de esto está sucediendo. Me doy la vuelta. Ella sigue aquí. Me
mira. No sé lo que se dibuja en sus ojos. Desconozco lo que se esconde en su
cabeza. Debería saberlo, si es que todo esto realmente me lo he inventado.
Me acerco a ella. Le toco el hombro con un dedo para cerciorarme de que está
aquí. Parece que sí, que está. Aun así, no me fio de mis propios sentidos. Ella se
mira el hombro y después clava su mirada en mí. “No comprendo…”, comienza a
decir, pero sello sus labios con el mismo dedo para hacerla callar. No me interesan sus palabras ni lo que vaya a hacer a continuación. Me dirijo a la cama. Echo para atrás las sabanas y me siento en el
colchón. Me descalzo con cierta dificultad porque el mundo entero da vueltas
ante mí. Me acuesto en la cama, mientras la mujer no deja de observar cada uno
de mis movimientos. En cuanto cierre los ojos desaparecerá, de eso estoy
seguro. “Autoridad portuaria”, digo en voz alta, como si fuese una especie de
hechizo para borrar los malos pensamientos. Apago la luz. La oscuridad es tan
densa que fluctúa ante mí. Me incorporo como puedo y vomito todo lo que he bebido y comido a lo largo de la tarde-noche. Las arcadas son profundas
y dolorosas. Parece que el estómago va a asomar por mi boca de un momento a otro. Termino de arrojar dos
o quinientos litros de bilis ácida cuando decido encender la luz. Me cuesta
encontrar el interruptor. Tiro un cenicero. Me golpeo la mano contra la pared.
Enciendo la luz. Veo el vómito esparcido por el suelo de la habitación
despidiendo un olor insoportable. Lo observo durante unos segundos, maravillándome
de que todo eso haya estado en mi interior apenas unos minutos antes. Miro a
mis pies. La mujer no está. Ha desaparecido. Esta es la prueba irrefutable de
que tenía razón y nada de lo acontecido esta noche ha sido verdad. O no. Me vuelvo a
acostar y me quedo dormido en seguida. Decido no soñar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario