jueves, 26 de agosto de 2021

Enfermedad

 

Ahora que tu vagina sangra he de decirte que te quiero y mientras el mundo explota a nuestro alrededor se me encharca el cerebro con imágenes licuadas procedentes del subconsciente quemado ardiendo e intento tragar saliva pero sé que estoy sufriendo otro de esos ataques de pánico que me hacen olvidar los movimientos precisos y mecánicos que la garganta necesita para poder pasar cualquier sustancia por ella y te levantas con los muslos cubiertos de riachuelos rojos que desvían su curso a cada paso que das te observo sin pretender otra cosa que amarte pese a tu sufrimiento o gracias a él al mismo tiempo que el ritmo de mi corazón se acelera preso de un terror que desconozco sales de la habitación  y te introduces en la oscuridad del territorio inexplorado te espero te siento y contemplo el reguero de sangre que has dejado en el suelo como prueba del dolor que te marchita arrugo la nariz a causa del hedor pero ni aún así se disipan mis sentimientos tus lamentos y quejidos llegan hasta mí en constantes ecos ahogados que dan constancia del sufrimiento interno que padeces el infierno desatado en rojo azul lloros que reverberan en las paredes gelatinosas con olor a humedad de la habitación en la que me encuentro mis manos empadadas en sudor maligno destilando la ansiedad que me corroe que se apodera de mi que me impide pensar en otra cosa que no sea una muerte próxima una enfermedad latente tu voz susurrando a través del interfono dormida mecánica artificial custodiada por suspiros envueltos en humo azul como en un sueño como en mil ensoñaciones interrumpidas lágrimas que clavan sus agujas saladas en mis oídos perforando el cerebro succionando el intelecto borrando cualquier imagen pasada oigo tu voz siento tu dolor ahora que tu vagina sangra y la enfermedad puede contigo he de decirte que te adoro aunque el pánico que me acoge que me atenaza me impida expresarme como deseo lo siento el rastro rojo se pierde en el pasillo oscuro donde una vez desapareciste para nunca más regresar ¿cuándo fue? ¿ayer? quién sabe a quién le importa no hay vuelta atrás y el pasado solo es pasado necesito química con la que apaciguar mi cuerpo con la que cortar los nervios negros y hacerlos sangrar para que se calmen como tu vagina como tu dolencia como tu sexo chorreante de dolor insoportable por el que sale todo lo malo que alguna vez albergaste y que nunca más volverá a vivir te añoro hasta doler pese a oír tu voz por el interfono blandiendo un discurso que se repite y se repite aunque no eres tú nunca fuiste tú una vez tu vagina dejó de sangrar.

miércoles, 25 de agosto de 2021

Joan Crawford

 

Joan Crawford y su mirada que rasga mi sueño que abre mis carnes sangrantes que  apuñala sin compasión su ausencia de amor que consigue atravesar mi cuerpo mi mente me mata aniquila mi existencia me masturba me veo reflejado en sus ojos de fotografía antigua mientras entreabre su boca con la intención de decirme algo ¿el qué? no lo sé no consigo oírla solo percibo su aliento suave y cálido a través del cristal impío que nos separa que nos agrede desde la estructura de un sueño que hace que esta realidad me supere pueda conmigo sin tener la oportunidad de escapar al otro lado donde poder roer sus huesos como la alimaña que soy como el desecho humano que alguna vez ¿cuándo? creí ser y su mirada me atraviesa y hace que mi piel se derrita y supure amor impuro por aquella que nunca fue mía imagen en blanco y negro vetusta y polvorienta anciana en su edad que salpica mis entrañas de mariposas muertas que esparcen su néctar ambiguo por la testa de un esquizofrénico amargado tal cual ¿quién? podría estar así todo el día ¿cuándo? las veinticuatro horas y cuarenta y ocho si me lo propusiera sin ninguna razón en especial ni siquiera por devoción o cierta locuacidad imperecedera en mis actos sólo sus ojos y yo su cabello peinado a la última moda de los años treinta mientras escupe improperios contra la vieja arpía Bette tan bella como ella y demás divas del celuloide lésbico una imagen divina que se repite en mi cabeza como un vinilo rayado alcanzando el orgasmo eléctrico ecléctico aquel que hace que mis extremidades sufran episodios espasmódicos que rayan la locura del acto la violencia del deseo no correspondido y la opulencia de sus complementos mezclados con la perfección y belleza de sus gestos alza esa ceja mientras acoge una pose interesante poco antes de protagonizar una escena juntos en algún musical de bailes imposibles elegante elegancia mientras agarro su cintura de avispa y me sumerjo en la oscuridad de sus ojos eternos y deseo hacerle el amor ¿quién? yo tocarla sentirla abrir sus piernas y profundizar en el secreto que nunca se nos enseñó más allá del glamour y las historias de final feliz amar a la actriz follar con el personaje sentir las convulsiones de su cadera contra mi cuerpo desnudo mientras eyaculamos metros de película de color añil y aroma de viejos cines derruidos enjugamos nuestras bocas nuestras lenguas al ritmo de una canción de violines trompetas y saxos banda sonora de nuestra excitación con zapatos de claque quiero violar el pasado hacerla mía y recibir a cambio una de esas frías miradas que conseguían derretir al malo de turno poco antes de su ADIÓS DEFINITIVO de que agarrase el hacha y cortase cabezas momentos antes del asesinato en serie ataviada con una camisa de fuerza de lujo eternas son sus palabras y la imagen que poseo en mi mente siempre te amaré  porque eres inmortal  en  el presente pestilente y el futuro decadente… como yo

jueves, 19 de agosto de 2021

La hora del té

 

Todos los días solía tomar el té con mi querido amigo K. Era una tradición que se alargaba en el tiempo y que en muy contadas ocasiones habíamos tenido que posponer por alguna razón de peso. Se había convertido en algo tan intrínseco en nuestras vidas como el mero hecho de respirar. Nunca, al menos yo, nos habíamos planteado el dejar de asistir a nuestro encuentro con un buen té y una charla amena con alguien al que siempre había considerado como una especie de hermano.

            K. y yo nos conocíamos desde siempre, desde que éramos unos críos y nuestras madres nos llevaban al mismo colegio. No consigo recordar un solo día en mi vida en el que no haya estado a mi lado. Juntos comenzamos a fumar a la tierna edad de nueve años, y juntos  perdimos nuestra virginidad con la misma prostituta a la que pagamos con el primer sueldo que ganamos como mozos de almacén. Nuestros derroteros  se fueron separando conforme fuimos creciendo.Cada uno tiró por un camino profesional totalmente diferente al del otro. Yo me casé, K. no. Tuve un par de hijos, más otro que murió cuando apenas tenía un mes de vida. K. permaneció solo, aislado en aquella casa victoriana donde escribía los libros que todo el mundo leía y comentaba. Era un hombre de éxito, pero eso nunca le afectó lo más mínimo. Siempre fue el sencillo chico de barrio que había conocido tiempo atrás.

            Nos citábamos cada día en su casa. Tampoco recuerdo desde cuándo se instauró esa costumbre de tomar el té y aprovechar para vernos y charlar de lo bello y lo divino. Quizá siempre fue así. Mi memoria es realmente mala. Su mayordomo, un hombre de edad avanzada y rostro enjuto, aparte de recibirme siempre con una amable sonrisa, nos tenía preparado puntualmente un exquisito té que mi amigo se encargaba personalmente de comprar en las mejores tiendas de la ciudad. Nos podíamos pasar horas hablando, repasando nuestras vidas, criticando a aquellos a los que siempre habíamos odiado, o haciendo sencillos y desenfadados análisis de la situación política y social del momento. A veces reíamos y otras nos limitábamos a beber el té sin cruzar más de dos frases. En esos momentos, mi amigo sabía que lo más conveniente era interpretar alguna pieza musical en el piano, mientras yo me dejaba llevar por esas evocadoras notas.

            Han sido muchos años juntos. Toda una vida. Habíamos llegado a tal punto de amistad y compenetración que con sólo una mirada sabíamos lo que estaba pensando el otro. Por eso me negué a creer en un principio que tuviese algo que ver con el cadáver del niño que apareció enterrado en su jardín una fría mañana de marzo. Las fuertes lluvias de los días anteriores habían corrido la tierra y hecho emerger la mano del muchacho como si de una macabra flor se tratase. Fue un vecino el que se dio cuenta del hallazgo y llamó rápidamente a la policía, la cual, tras detener a mi amigo, comenzó a excavar  en el jardín en busca de más cadáveres. Muchos curiosos y morbosos se dieron cita allí para ver in situ la labor policial y apaciguar sus retorcidas mentes con alguna visión truculenta. Aparte de aquel muchacho cuya mano indicó el lugar donde había sido enterrado, se hallaron otros dieciseis cadáveres, todos de niños y niñas que no pasaban de los quince años y en diferentes grados de descomposición. Según se desprende de la posterior declaración de mi amigo y de los ulteriores exámenes forenses, K. había abusado de cada uno de aquellos niños antes y después de asesinarlos. A algunos les había cortado la cabeza, conservándola durante un par de días para macabros juegos sexuales que no me atrevo a relatar. A otros les faltaban pedazos de carne de las nalgas, los muslos, e incluso algunos órganos internos que, según K., habían servido de ingrediente principal para cocinar exquisitos platos. Todas sus víctimas habían sufrido las más crueles de las torturas poco antes de ser asesinados de diferentes formas y estilos.

            El país entero se horrorizó ante los detalles del caso que día tras día se publicaban en los distintos periódicos. Ninguno de ellos se ahorró la más sangrienta y pormenorizada de las filtraciones provenientes de las declaraciones de K. y de la investigación policial.

            Me costó entonces creer, y aún hoy me resulta difícil hacerlo, que mi amigo, mi gran amigo, aquel al que había considerado como mi hermano y con el que había compartido toda mi vida, fuese el autor de tan atroces y horribles crímenes.

            La última vez que le vi, salía del juzgado acompañado de diez policías que custodiaban su seguridad. Eran muchos los que se agolpaban para ver la cara del criminal más infame del país, y algunos pedían a gritos su cabeza. Yo fui sin ninguna razón aparente, tal vez para cerciorarme de que aquello no era un mal sueño. Sé que me vio, que nuestras miradas se cruzaron durante unas milésimas de segundo, pero en aquel momento fui incapaz de saber qué es lo que pasaba por su mente. Lo cierto es que, pese a nuestra cita diaria con el té y después de haber pasado toda mi vida a su lado, me di cuenta de que apenas conocía  a aquel hombre.

Enfermedad

  Ahora que tu vagina sangra he de decirte que te quiero y mientras el mundo explota a nuestro alrededor se me encharca el cerebro con imá...