miércoles, 5 de mayo de 2021

Un instante incierto

 


Todo comienza con el increíble hallazgo de un pene flotando en el plato de las natillas que le han servido a un comensal en un restaurante cualquiera. El hombre se pregunta de quién será el pene y a qué sabrá. Comprueba con cierto estupor que el postre viene acompañado de una porción de queso magro ácido. Aparta el plato y se dedica a beber vasos destilados con enjuague bucal. Siente al instante el subidón del alcohol en su cerebro. Levanta la mano y llama la atención de la camarera con labio leporino que no ha dejado de observarle en toda la noche. La mujer, de inmediato, retira los platos. El lugar huele a cochambre y a semen. Saca un viejo cuaderno y anota con cierta dificultad la conversación que mantuvo con el “hombre del miedo”. Hace años que no escribe, por lo que las agujas dolorosas del esfuerzo y la presión ahogan su mano derecha y entumecen sus músculos blandos. El “hombre del miedo” es alguien que vive debajo de su cama desde que era niño. A veces habla con él y le dice mensajes cifrados que tiene que adivinar. Es la misma persona que le ha informado de este local. “Sueles ir a menudo”, comentó la pasada noche en un tono oscuro, casi negro, revuelto en alientos pringosos de cebada. Pero ¿qué busca el comensal en este sitio en concreto? Y si busca algo, ¿quién le dice que no lo ha encontrado?

La camarera se sienta a su mesa con cierta delicadeza de barrio pobre. Su exquisitez se diluye bajo su voz anal sangrante. “Pregunto que si me vas a esperar o vuelves a tus asuntos de pan y chocolate”.

El hombre no sabe qué responder. Desconoce si la mujer  necesita una respuesta inmediata o tan sólo busca algún tipo de conversación trivial. Lo único que recibe con aplomo es una mirada triste y acuosa acompañada de una sonrisa partida.

¿Es hoy el día de hoy? Porque creo estar soñando y necesito despertar”, comenta el hombre. La camarera le observa, se rasca la pierna y se levanta de la mesa visiblemente enojada. El hombre le agarra del brazo e impide que se vaya. La mujer le mira con condescendencia revienta-tripas.

No te conozco, no sé quién eres”, dice el hombre con la voz quebrada. “Me acordaría de ti sin dudarlo”.

La camarera mira al techo buscando inspiración sagrada y paciencia reticular; sonríe e ilumina su boca con gas propano.

Ayer era una reina y hoy soy una pierna seccionada en un cubo de basura. Me llamo Yocasta. ¿No sientes nada por mí, aunque sólo sea tristeza?

El hombre ahoga una risa payasa y besa con parsimonia y delicadeza su mano ambigua “Bien, Yocasta, te esperaré y te llevaré al fin del mundo. Y si mañana sigues viva, tal vez escriba una novela de todo esto”.

Ella ríe por primera vez en toda la velada absurda e intimista. Lo hace con ganas. Vomita carcajadas de aire mohoso que se elevan hasta la cristiandad para aterrizar en los oídos cristalinos de los comensales que engullen en silencio penes de plástico y coños de goma aderezados con especias y mostaza francesa.

Al fin podré salir de este tugurio de mierda y ser rica”, explica ilusionada sin dejar de sonreír. “Déjame que me cambie”.

El hombre asiente y la ve alejarse, o más bien observa cómo la oscuridad engulle su culo estrecho y apergaminado. Pobre muchacha vírica. No sabe que nadie sale de la mierda ni conmigo ni escribiendo. Esa es la gran broma macabra de todo esto, la estúpida y grandilocuente estafa que alguna vez me creí”.

El hombre se da la vuelta y hunde la boca en el vaso de clorofila. Sonríe. Al menos le queda eso.

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