Veo la cama que alguien ha abandonado en mitad de un pasillo
del hospital. Veo la cama. La observo. Me acerco y me alejo. O es ella la que
se aparta de mí, como si sus ruedas se pusieran en funcionamiento por propia
iniciativa, como si no quisiera enseñarme la enfermedad que albergan sus
sábanas manchadas de orines y vómitos. Y no puedo controlar el deseo de yacer
en ese lecho de sufrimiento, de hacerme un hueco junto al doliente que descansa
en ella, pues yo también estoy enfermo. Me duele el cuerpo por dentro y por
fuera. Sufro la fiebre alta que me obliga a beber cada diez minutos algo helado
que rebaje mi temperatura. Tengo llagas en la boca y en la base del cráneo. La
velocidad del corazón se dispara y el tórax es una chimenea quejosa que está a punto de estallar. Pedazos de pulmón
ennegrecido volando por el pasillo como confeti lanzado en una extraña fiesta
sorpresa. ¡Sorpresa, estás muerto! Veo la cama y me acerco a ella, pero parece
alejarse conforme apresuro mi paso. Y cuando consigo meterme en ella, cuando
por fin puedo tapar mi cuerpo tembloroso con las sábanas manchadas de padecimientos varios, no me siento del todo a gusto. Toco
el cuerpo que se mueve a mi lado. Desnudo, carnes andrajosas y caídas. ¿Quién
muere conmigo? “Señor… Señor…. Por favor… Ayúdeme… No puedo cagar”, relata el
paciente entre quejidos y silencios. Es un hombre mayor, calvo, de mirada
perdida y rostro enjuto. Lo sé porque le estoy mirando en estos momentos. Lo sé
porque los cables que salen de su cuerpo se retuercen en el mío. “Señor…
ayúdeme… Ya nada es lo que era… Todo muere a mi alrededor” Apoyo la cabeza en
la almohada y le susurro que se calme, que estoy a su lado para verle morir. Quiero
fundirme con él, que su enfermedad sea la mía, que el dolor que padece sean mis
dolencias. Deseo que este presente que se evade se haga real. “Todo el mundo
está muerto… Mi mujer, mis hijos, mis amigos… Mi pasado… Mi vida…” Tengo la
misma sensación que el anciano, tengo el mismo cáncer comiéndome la existencia,
los recuerdos. Abrazo el cuerpo cubierto de escaras y cables del paciente, beso
su calva manchada con mis labios febriles y le tranquilizo como a un niño. No puedo
reprimir las lágrimas amargas de quien va perdiendo todo lo que alguna vez
significó. ¿Cómo podría decirte adiós sin que doliese? Quiero respirar su
verdad. Quiero verle morir pero no veo nada. Se hunde en las sombras y me lleva
con él. Es extraño que no sepa lo que soy. Cuando la enfermera se acerca a
nuestro lecho, la luz del extraño se desvanece. La mujer aparta las sabanas manchadas
de podredumbre y sólo me ve a mí. Con mirada severa y voz firme anuncia que mi
padre ha muerto. Se da la vuelta y recorre el pasillo como un fantasma del
pasado. Me disipo en mis propios recuerdos de la niñez, aquellos que tan lejos quedan pero cuyo sabor no se olvida, y no puedo dejar de llorar.
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