miércoles, 26 de febrero de 2020

Fundido a nada


Veo la cama que alguien ha abandonado en mitad de un pasillo del hospital. Veo la cama. La observo. Me acerco y me alejo. O es ella la que se aparta de mí, como si sus ruedas se pusieran en funcionamiento por propia iniciativa, como si no quisiera enseñarme la enfermedad que albergan sus sábanas manchadas de orines y vómitos. Y no puedo controlar el deseo de yacer en ese lecho de sufrimiento, de hacerme un hueco junto al doliente que descansa en ella, pues yo también estoy enfermo. Me duele el cuerpo por dentro y por fuera. Sufro la fiebre alta que me obliga a beber cada diez minutos algo helado que rebaje mi temperatura. Tengo llagas en la boca y en la base del cráneo. La velocidad del corazón se dispara y el tórax es una chimenea quejosa que  está a punto de estallar. Pedazos de pulmón ennegrecido volando por el pasillo como confeti lanzado en una extraña fiesta sorpresa. ¡Sorpresa, estás muerto! Veo la cama y me acerco a ella, pero parece alejarse conforme apresuro mi paso. Y cuando consigo meterme en ella, cuando por fin puedo tapar mi cuerpo tembloroso con las sábanas manchadas de padecimientos  varios, no me siento del todo a gusto. Toco el cuerpo que se mueve a mi lado. Desnudo, carnes andrajosas y caídas. ¿Quién muere conmigo? “Señor… Señor…. Por favor… Ayúdeme… No puedo cagar”, relata el paciente entre quejidos y silencios. Es un hombre mayor, calvo, de mirada perdida y rostro enjuto. Lo sé porque le estoy mirando en estos momentos. Lo sé porque los cables que salen de su cuerpo se retuercen en el mío. “Señor… ayúdeme… Ya nada es lo que era… Todo muere a mi alrededor” Apoyo la cabeza en la almohada y le susurro que se calme, que estoy a su lado para verle morir. Quiero fundirme con él, que su enfermedad sea la mía, que el dolor que padece sean mis dolencias. Deseo que este presente que se evade se haga real. “Todo el mundo está muerto… Mi mujer, mis hijos, mis amigos… Mi pasado… Mi vida…” Tengo la misma sensación que el anciano, tengo el mismo cáncer comiéndome la existencia, los recuerdos. Abrazo el cuerpo cubierto de escaras y cables del paciente, beso su calva manchada con mis labios febriles y le tranquilizo como a un niño. No puedo reprimir las lágrimas amargas de quien va perdiendo todo lo que alguna vez significó. ¿Cómo podría decirte adiós sin que doliese? Quiero respirar su verdad. Quiero verle morir pero no veo nada. Se hunde en las sombras y me lleva con él. Es extraño que no sepa lo que soy. Cuando la enfermera se acerca a nuestro lecho, la luz del extraño se desvanece. La mujer aparta las sabanas manchadas de podredumbre y sólo me ve a mí. Con mirada severa y voz firme anuncia que mi padre ha muerto. Se da la vuelta y recorre el pasillo como un fantasma del pasado. Me disipo en mis propios recuerdos de la niñez, aquellos que tan lejos quedan pero cuyo sabor no se olvida, y no puedo dejar de llorar.

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