Hoy he llegado, sin pretenderlo, hasta el portal de aquella
chica que mis amigos y yo perseguíamos hace mucho tiempo. Éramos unos púberes
inmaduros que empezábamos a descubrir la belleza del sexo opuesto entre risas y
fantasías inocuas. No me ha sorprendido demasiado ver que todo sigue más o
menos igual, pese al inevitable paso del tiempo. Algunos amigos han muerto
desde entonces. Otros ni siquiera están. Me he fijado en los setos donde nos escondíamos
esperando a que saliese aquella muchacha de su casa para poder abordarla. Nada
extraño ni maquiavélico. Simples juegos preadolescentes que nos mantenían vivos,
cargados de adrenalina virgen. Ahora todo resulta aburrido y monótono, pero esa
es otra historia. Enfrente de su portal había un videoclub donde matábamos el
tiempo admirando las carátulas de las películas que se amontonaban en las
estanterías y que nos prometíamos algún día ver. El dueño de aquel local nos
observaba con una chispa de malicia en su mirada oscura, pero no parecía afectarnos lo más mínimo. Sólo queríamos volver a ver a aquella chica y a sus
amigas, y pasar la tarde con ellas entre comentarios jocosos y miradas furtivas;
flirtear y coquetear sin llegar a nada más; disfrutar simplemente de su compañía. Aquella muchacha era en realidad el amor
platónico de uno de mis amigos. A mí aquello me daba lo mismo. Es más, pensaba
que la muchacha era bastante fea. Tenía mis propias fantasías y sueños con otra
chica que nadie conocía. Hubiese muerto antes de revelar su nombre. Nadie sabía
de su existencia y así quería que siguiese siendo. Un amor en la sombra que
consumía mis imberbes deseos y producía mariposas podridas en mi estómago
revuelto. No, el barrio no ha cambiado mucho desde entonces. Los personajes que
ahora caminan por sus calles son los mismos que entonces pero envejecidos, y algunos locales de la época han
cerrado definitivamente o han cambiado de nombre o de negocio. Excepto “Gurtubay”,
la tienda de ropa interior femenina que permanece perpetua en el mismo sitio.
Está situada unas calles más abajo de aquel portal donde pasábamos las horas
muertas para que aquella chica nos dijese algo, sobre todo a mi amigo. Recuerdo
que el pobre volvía siempre a casa como en una nube, sonriendo, soñando con que
algún día el sueño se convirtiese en realidad. Pero la realidad nunca superó a
la fantasía. En ninguno de los casos. Ni siquiera cuando imaginaba aquellas escenas
eróticas contemplando embobado el escaparate de “Gurtubay”. Aquellas bragas y
sujetadores de diferentes colores inspiraban en mí los más ardientes sueños
que, con la perspectiva de los años, no dejaban de ser bastante infantiles. Ya
no he sentido excitación alguna al volver a revisar la vidriera de aquella
tienda, sólo nostalgia, pese a la cantidad de ropa interior femenina que se amontonaba
en su interior. No, nada de erotismo ni pornografía barata esta vez. Sólo me he
acordado de aquellas tardes, hace mucho tiempo, en las que esperábamos con una
paciencia infinita a que el amor idealizado de mi amigo apareciese por el
portal para decirle cualquier tontería. Ella sonreía. Nosotros reíamos. Sus
amigas pensaban que estábamos locos, y puede que fuese verdad. Bendita locura.
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